Los tiempos habían
cambiado; no sólo fueron las muertes, heridos sino un cierto hastío
y desolación cósmica se apoderó de los países occidentales.
En 1914 se perdió la
esperanza de ser civilizados; en 1939 nos convertimos en salvajes con armas
minuciosamente construidas para asesinar mayor cantidad de personas en la menor
cantidad de tiempo: Hiroshima, por ejemplo.
Entre 1917 fue la
revolución rusa con la caída del último zar y de toda su familia,
incluido unos pocos sirvientes. Los soviets torturaban o enviaban a Siberia
a los disidentes o simples críticos del régimen nuevo impuesto, fueran de
derecha o de izquierda, científicos o intelectuales.
En Italia, con
Mussolini como dictador nacionalista -lo opuesto al comunismo ruso, según
él aunque empleando los mismos métodos de crueldad-.
En Alemania crecía
los mismos ideales con un Hitler nazi, aunque con un sistema gigantesco en sus
métodos de muerte, gasificando entre cinco o seis millones de seres
humanos, judíos, gitanos, polacos, comunistas, o simplemente
no adheridos al partido, previamente confiscados sus bienes. Su
barbarie fue similar a la de Stalin.
Hitler fue el
primero en instruir a sus colaboradores en el secreto de la eutanasia y
-al percibir el malestar en Alemania- llevó su método al campo de concentración
de Polonia (Danzig). Europa yacía bajo las manos de un psicópata sádico. Las
palabras que se escuchaban por radio, salpicadas de ira del führer, espoleaba a
los nazis partidarios, contagiados por su locura: la locura fue posible por la
obediencia de sus subordinados: aceptar y cumplir sus órdenes fue también
de psicópatas.
Inglaterra y
Francia no reaccionaron con la invasión a Austria de Hitler y su
frágil excusa. Le siguió Checoslovaquia y Hungría. Según la
explicación dada a los gobernantes ingleses y franceses deseaba unir al
pueblo germano en esas regiones donde había territorios con la mayoría de
germanos. Las potencias no se decidían a enfrentarlo, conociendo su debilidad
militar frente a un enemigo equipado con excelencia y disciplinado.
No se comentaron en
los diarios las torturas ni el exterminio de 160.000 austríacos judíos
eliminando a todo el que no fuera totalmente de sangre aria pura. Era una
guerra entre la civilización en oposición al nacionalismo nazi.
Pero poco a poco se
adquirió conciencia del salvajismo nazi y se reconoció que la guerra era
inevitable. Quien pudo llegar a Alemania, para intentar salvar a un amigo, se
enteraba del desesperado estado de las víctimas y la brutalidad germánica.
Antes de ser
invadidas las potencias debían decidirse; los que regresaban o alcanzaban a
escaparse juraban suicidarse y morir antes que caer en las garras del enemigo.
Esta ofensiva
fue de una crueldad inimaginable; un genocidio a sangre fría, donde
se asesinó millones de seres humanos en las cámaras de gas mortíferas,
dirigidas por obedientes subordinados. Entre ellos hubo médicos que llevaban a
cabo experimentos repulsivos sobre víctimas jóvenes elegidas. Si no
morían en las cámaras morían de hambre, consumidos, semi desnudos en el frío
glacial y llenos de piojos; gasificaron día y noche en los años 1942-44 cuando
ya sabían que no podían vencer. A los cadáveres, antes de tirarlos en un
pozo común, le quitaban los dientes de oro y cortaban sus cabellos para vender.
La falta de sentido de aquellos asesinos fueron estigmas inolvidables.
La civilización dio marcha atrás y consideró a sus súbditos como peones
de ajedrez, muñecos títeres, objetos para satisfacer su odio. Hubiera sido
imposible asesinarlos en masa, si se los hubiera considerado humanos.
Los europeos de
occidente miraban con desesperación el mundo de Stalin, Mussolini y Hitler y
entraron finalmente en la guerra con una mezcla de resignación y
resignación.
Chamberlain
traicionó a Checoslovaquia; fue un hombre frío e incompetente. Los pasos no
dados fueron vergonzosos, moral y políticamente equivocados. En el Tratado de
München se abandonó el país en manos de Hitler con el fin solamente de aplazar
la guerra; fue un error. Al entrar en guerra frente al conflicto con Polonia,
olvidaron que los checos y rusos hubieran ayudados a favor de los aliados.
Con la invasión de
Polonia llegó la decisión del ultimátum.
La hostilidad aérea
en Londres comenzó en agosto de 1940 con un tremendo estruendo a la hora del
almuerzo, lanzando balas contra la gente y edificios durantes treinta y
seis horas sin interrupción.
Uno puede habituarse
a esta visión de balas cayendo, aunque la primera vez produce un extraño
impacto. Llama la atención los escombros de cristales en todos lados.
Durante el ataque de aviones en masa sobre la capital era siniestro el ruido del
zumbido: seguía un silencio y el regreso de los aviones. Churchill exhortaba a
los civiles:“no puedo ofrecerles sino sangre, sudor y lágrimas.” Se vivía con
un sentimiento de irrealidad para encontrarse con una realidad inimaginable.
Durante la invasión
de Holanda, Bélgica y la caída de Francia, un quieto fatalismo de lo inevitable
se apoderó de los ingleses. Algunos pensaban en la derrota de Francia y en la
invasión a Inglaterra en pocos días. Cayó Francia e Inglaterra se retiró a
Dunkerque; se encontraba al filo del desastre. Alemania tomó París.
Los refugios
antiaéreos era un amontonamiento de miradas de pánico y el olor desagradable de
seres humanos aglomerados. Mucha gente huyó de la capital por unos días .
Cuando tomaron el tren de regreso, encontraron media ciudad destruida,
con las calles irreconocibles, humeantes, con montones de cascotes en
ruinas. Sus casas o negocios completamente destruidos durante esas
interminables 36 horas de bombardeo. Tal vez encontraban una silla intacta o un
retrato familiar entre la pared de la casa vecina. Las ventanas sin vidrios, el
tejado semi caído y puertas sostenidas por un gozne. Los cuartos imposible de
habitar, los libros esparcidos cubiertos de yeso y polvo, todo envuelto en una
confusión macabra; los tubos de desagüe maltrechos y quizá a punto de explotar
en cualquier momento.
Lo peor, lo más
siniestro fue el silencio.
Leonard Woolf
La muerte de Virginia,
capítulo 1 de Journey not the Arrival Matters (an autobiography of the years
1939 to 1969) traducido por Marta Pesarrodona, gracias a Esther Tusquets.
(adaptación de Cristina Bosch solamente el bombardeo de Londres)
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