martes, 22 de septiembre de 2015

El Bombardeo- Londres


La II Guerra Mundial comenzó el 3 de septiembre de 1939 y cayó sobre los europeos “como un relámpago desprendido del cielo; fue una catástrofe impensable”.
Los tiempos habían  cambiado; no sólo fueron las muertes, heridos  sino un cierto hastío y desolación cósmica se apoderó de los países occidentales.
En 1914 se perdió la esperanza de ser civilizados; en 1939 nos convertimos en salvajes con armas minuciosamente construidas para asesinar mayor cantidad de personas en la menor cantidad de tiempo: Hiroshima, por ejemplo.
Entre 1917 fue la revolución rusa  con la caída del último zar y de  toda su familia, incluido unos pocos sirvientes.  Los soviets torturaban o enviaban a Siberia a los disidentes o simples críticos del régimen nuevo impuesto, fueran de derecha o de izquierda, científicos o intelectuales.
En Italia, con Mussolini como dictador  nacionalista -lo opuesto al comunismo ruso, según él aunque  empleando  los mismos métodos de crueldad-.
En Alemania crecía los mismos ideales con un Hitler nazi, aunque con un sistema gigantesco en sus métodos de muerte, gasificando entre  cinco o seis millones de seres humanos, judíos, gitanos, polacos,  comunistas,  o simplemente  no adheridos al  partido, previamente confiscados sus bienes. Su barbarie fue similar a la de Stalin.
Hitler fue el primero en instruir a sus colaboradores  en el secreto de la eutanasia y -al percibir el malestar en Alemania- llevó su método al campo de concentración de Polonia (Danzig). Europa yacía bajo las manos de un psicópata sádico. Las palabras que se escuchaban por radio, salpicadas de ira del führer, espoleaba a los nazis partidarios, contagiados por su locura: la locura fue posible por la obediencia de sus subordinados: aceptar y cumplir sus órdenes  fue también de psicópatas.
Inglaterra y Francia  no reaccionaron con la invasión a Austria de Hitler y su  frágil  excusa.  Le siguió Checoslovaquia y Hungría. Según la explicación  dada a los gobernantes ingleses y franceses deseaba unir al pueblo germano en esas regiones donde había territorios con la mayoría de germanos. Las potencias no se decidían a enfrentarlo, conociendo su debilidad militar frente a un enemigo equipado con excelencia y disciplinado.
No se comentaron en los diarios las torturas ni el exterminio de 160.000 austríacos judíos eliminando a todo el que no fuera totalmente de sangre aria pura. Era una guerra entre la civilización en oposición al nacionalismo nazi.
Pero poco a poco se adquirió conciencia del salvajismo nazi y se reconoció que la guerra era inevitable. Quien pudo llegar a Alemania, para intentar salvar a un amigo, se enteraba del desesperado estado de las víctimas y la brutalidad germánica.
 Antes de ser invadidas las potencias debían decidirse; los que regresaban o alcanzaban a escaparse juraban suicidarse y morir antes que caer en las garras del enemigo.
 Esta ofensiva fue de una crueldad  inimaginable;  un genocidio a sangre fría, donde se asesinó millones de seres humanos en las cámaras de gas mortíferas, dirigidas por obedientes subordinados. Entre ellos hubo médicos que llevaban a cabo experimentos repulsivos sobre  víctimas jóvenes elegidas. Si no morían en las cámaras morían de hambre, consumidos, semi desnudos en el frío glacial y llenos de piojos; gasificaron día y noche en los años 1942-44 cuando ya sabían que no podían vencer.  A los cadáveres, antes de tirarlos en un pozo común, le quitaban los dientes de oro y cortaban sus cabellos para vender. La falta de  sentido de aquellos asesinos fueron estigmas inolvidables.  La civilización dio marcha atrás y consideró a sus súbditos como peones de ajedrez, muñecos títeres, objetos para satisfacer su odio. Hubiera sido imposible asesinarlos en  masa, si se los hubiera considerado humanos.
Los europeos de occidente miraban con desesperación el mundo de Stalin, Mussolini y Hitler y entraron finalmente en la guerra con una mezcla de resignación y  resignación.
Chamberlain traicionó a Checoslovaquia; fue un hombre frío e incompetente. Los pasos no dados fueron vergonzosos, moral y políticamente equivocados. En el Tratado de München se abandonó el país en manos de Hitler con el fin solamente de aplazar la guerra; fue un error. Al entrar en guerra frente al conflicto con Polonia, olvidaron que los checos y rusos hubieran ayudados a favor de los aliados.
Con la invasión de Polonia  llegó la decisión del ultimátum.

La hostilidad aérea en Londres comenzó en agosto de 1940 con un tremendo estruendo a la hora del almuerzo, lanzando balas  contra la gente y edificios durantes treinta y seis horas sin interrupción.
Uno puede habituarse a esta visión de balas cayendo, aunque la primera vez produce  un extraño impacto. Llama la atención los escombros de cristales en todos  lados. Durante el ataque de aviones en masa sobre la capital era siniestro el ruido del zumbido: seguía un silencio y el regreso de los aviones. Churchill exhortaba a los civiles:“no puedo ofrecerles sino sangre, sudor y lágrimas.” Se vivía con un sentimiento de irrealidad para encontrarse con una realidad inimaginable.

Durante la invasión de Holanda, Bélgica y la caída de Francia, un quieto fatalismo de lo inevitable se apoderó de los ingleses. Algunos pensaban en la derrota de Francia y en la invasión a Inglaterra en pocos días. Cayó Francia e Inglaterra se retiró a Dunkerque; se encontraba al filo del desastre. Alemania tomó París.
Los refugios antiaéreos era un amontonamiento de miradas de pánico y el olor desagradable de seres humanos aglomerados. Mucha gente huyó de la capital por unos  días . Cuando tomaron el tren de  regreso, encontraron media ciudad destruida, con  las calles irreconocibles, humeantes, con montones de cascotes en ruinas. Sus casas o negocios completamente destruidos durante esas interminables 36 horas de bombardeo. Tal vez encontraban una silla intacta o un retrato familiar entre la pared de la casa vecina. Las ventanas sin vidrios, el tejado semi caído y puertas sostenidas por un gozne. Los cuartos imposible de habitar, los libros esparcidos cubiertos de yeso y polvo, todo envuelto en una confusión macabra; los tubos de desagüe maltrechos y quizá a punto de explotar en cualquier momento.
Lo peor, lo más siniestro fue el silencio.


Leonard Woolf  La muerte de Virginia, capítulo 1 de Journey not the Arrival Matters (an autobiography of the years 1939 to 1969) traducido por Marta Pesarrodona, gracias a Esther Tusquets. (adaptación de Cristina Bosch solamente el bombardeo de Londres)


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