domingo, 29 de marzo de 2015

LA VEJEZ


-Características de la vejez

 En esta fase la experiencia, los impulsos y la actividad pierden su intensidad;  lo vital  merma, la pasión mengua, disminuye la vista, el oído, los huesos  pierden elasticidad
cediendo el lugar a síntomas y trastornos orgánicos, causados por enfermedad o debilidad física: dolores, alteraciones  funcionales, fenómenos acentuados por la decadencia.  Muchas veces el descuido y poco aseo resulta penoso.
Desciende la percepción, se torna dificultoso adaptarse a situaciones nuevas y estresantes. La vida se fija, los procesos se inmovilizan; desaparece el impulso de luchar por cosas nuevas. Uno no está  propenso a cambios y desea la paz. El círculo se estrecha, se vuelve  indiferente anímicamente. Pierde todo deseo de estima y simpatía por los otros. No se preocupa por la impresión que causa y se cohíbe  ante una personalidad más fuerte. Disminuyen las facultades espirituales y la sensibilidad hacia el otro; los impulsos se vuelcan versus lo elemental: comer, beber, dormir.
Se siente amenazado y acentúa el poder sobre sus posesiones, derechos, hábitos, juicios, que se transmiten con la terquedad y la tenacidad de   tener siempre la razón, llegando a veces a pecar por   necio. El  intelecto y  los sentimientos no  razonan velozmente y aceptar los cambios de las circunstancias se les hace imposible.

Pero  no todo es negativo; existen posibilidades  positivas, incluso en la fase senil. Muchas dificultades se resuelven, gracias a la experiencia adquirida. Miguel Ángel,  Goethe, Freud son ejemplos de ancianos maduros pero no seniles.
El ser humano jubilado -en la mayoría de los casos-  no lucha por enriquecerse o adquirir posesiones. Se vuelve moderado: la experiencia lo aleja de la actualidad y le concede  permiso de comprender situaciones  y concederles un valor que la juventud no  logra acatar.
 Ve menos,  oye menos, entre el tumulto de ruidos que los perturban y lo aíslan.
Desconocen el  arte de bien morir; muchos ni osan nombrarla. No le encuentran sentido a  la muerte. Se   perdió en Occidente la dignidad y el valor necesario para afrontarla. Se la  vive como un paso aterrador. Al no  reflexionar sobre ella, no existe la posibilidad de  hacerle frente, y  sólo se  la soporta,  cuando el fin se aproxima y no queda otra opción.
La juventud vive la vida y  acepta la muerte únicamente -si es decorosa,  valiente,  heroica o trágica-, refiriéndose a ella como si fuera un elemento decorativo, sin significado personal.
El deber ético de:
a)     Los seres que lo rodean.  Aumentar su paciencia, lo cual no es fácil: la vida quedó estancada. La vejez no puede sorprendernos ni excitarnos con palabras o gestos; quedó  fija en etapas del pasado que tercamente repite sin cesar y que los terceros ya no escuchan u oyen con irritación e impaciencia.
b)     El anciano siente  recelo, una desconfianza que   lo lleva a ocultar; al perder la memoria, el tiempo real y presente, se enfoca en el pasado que maneja con soltura. La familia o quien lo cuida se agota de las repeticiones que cuenta encantado, como si fuera la primera vez. Se necesita altruismo y una paciencia heroica para mostrarse amable; carece de una mirada hacia el futuro y no espera nada del presente: el pasado es el  único campo donde se siente cómodo.

Considerarlo, apaciguar su desconfianza, y poner  humor en ciertas situaciones donde se muestra terco, crítico, pretencioso.  
Hijos y parientes le desean el fin;  se muestran poco tolerantes. los viejos positivos.
Pero existen dos clases de seniles:
El primero, con su plaga de defectos acentuados, que se torna odioso a  los demás.
Antiguamente al viejo se lo abandonaba o  se lo mataba, por ser inútil a la sociedad; hoy se lo encierra en un asilo  no se lo visita, salvo en su cumpleaños o cerca de Navidad. Si se enferma lo ven más seguido, esperando el fin. Sería equivalente a la  eutanasia  de los ancianos nazista.
Simone de Beauvoir  en  su excelente Ensayo de  707 páginas nos dice lo siguiente:

La hegemonía machista patriarcal duró siete mil años y prevalece en los países pobres y  orientales, declinando en el mundo occidental. El yo incluye el cuerpo, nombre, posición social, posesiones y hasta conocimientos en nuestra imagen y en  la que deseamos que los demás perciban.  
En el último mitad del S XX, -Plutón se hallaba en Leo, signo de la individualidad-, los Beatles, la ropa en boutiques al alcance de todos, la moda unisex, donde  lo antiguo dejó de ser lo mejor:  comprar y tirar  para volver a adquirir o desechar, a fin de obtener un modelo más reciente y por lógica más caro. Es un círculo vicioso que nunca acaba. Esta época podría denominarse la era del automóvil y hoy, el tiempo del celular, la cibernética, la tecnología en exceso.  El poder adquisitivo se basa en  la cantidad de aparatos electrónicos que uno posee y -en oposición a la generación de nuestros abuelos- la juventud siente poco interés por lo tradicional, el mueble antiguo o las joyas;   “lo bello es  nuevo” es lo predominante y no "lo bueno y lo bello´" que pregonaba  los antiguos griegos. Cambiar el auto cada dos años porque se cansaron del modelo, para competir con amigos, socios laborales y aumentar su estima o poder es un ítem que vemos a diario.
Mi departamento, mi casa, mis amigos, mi médico, mi cirugía, mi enfermedad, mi terapia o terapeuta. Tener es sinónimo del capitalismo y de la propiedad privada; adquirir propiedades o conservarlas o venderlas para comprar otras. Tener se relaciona con el deseo de ser grande.
Algunos, hastiados de lo superficial, se   conectan  con su interior mediante un gurú de moda en la India o en nuestro país, según el prestigio que tengan.
Tenemos ejemplos de ancianos respetables; comencemos con Edipo en Colona,   en oposición al  rey Lear, donde la vejez se parece a la locura, pues ansía  compartir su reino con sus hijas para recibir a cambio afecto y atención. Shakespeare  percibía en los ancianos poca sabiduría: Lear, condenado por sus hijas, deberá errar por los caminos, en  medio de un medio hostil.
En Francia, el siglo fue muy duro con los ancianos, La sociedad era autoritaria, absolutista; no concedía lugar ni a los viejos ni a los niños -que morían antes del año y la mayor parte de los adultos entre los 30 y 40 años; hubo excepciones: Miguel Ángel, Goethe, Kant, Freud, Hugo y otros. Incluso lo reyes morían entre los 49 y 56, con toda  la  atención y cuidados que se les proporcionaba.
Se los consideraba mayor a los 17, 18 años para poder  servir al país en las guerras.
El hombre de fortuna y posesiones  era  respetado; la memoria y la experiencia   eran valores adquiridas con  la edad y apreciadas.
Los viejos carecen de atracción. A los 30 estaban minados por el trabajo, encogidos,
La iglesia ayudaba con sus escasos medios a los necesitados, siempre insuficientes frente a la hambruna y la explotación del campesino y -siglos más tarde de  los obreros-.
En la literatura, la ancianidad masculina inspiraba menos sarcasmo. Corneille le cede espacio en sus tragedias; Don Diego es una viejo aristocrático, padre del Cid Campeador y, en Horacio, se impone la figura del anciano; había respeto por la ley, por su coraje y su generosidad, y se sentía respeto por la aristocracia, no por su riqueza sino por sus conocimientos y valentía.
A diferencia de Corneille, que busca una figura noble e imponente en  don Diego y  en la tragedia de Horacio.  Racine le otorga el permiso de amar y Molière lo convierte  en el hazmerreír de su obra  El Avaro.

A principio del S XVII, Isabel I de Inglaterra creó la ley de los pobres para los indigentes sin familia y sin dinero. Hasta ese momento no se ocupaban de los recién llegados y menos de los numerosos vagabundos, vistos como zánganos inútiles o perezosos holgazanes. La mendicidad era inmoral.  Los cuarenta primeros años de ese siglo hubo instituciones caritativas para paliar la dureza y se fundaron asilos y hospitales. La religión predicaba el respeto por los pobres y exigía la limosna de los ricos.
En Inglaterra estalló un conflicto entre burguesía vejada y la realeza, que fue sometida por el poder real.  Recién en la Restauración, las mujeres representaron los papeles femeninos en obras de teatro. Los puristas, el quietismo y protestantes y anglicanos veían en el teatro una señal de perdición. El teatro cínico se burlaba de la vejez: en los hombres indicaba la pérdida de la virilidad; en las mujeres, la pérdida de la belleza con sus pechos caídos y  su piel marchita.
Shakespeare trataba con desprecio a la ancianidad. Luego llegaron las comedias, a fin del XVII,   ilustrando los conflictos entre generaciones.
Quevedo se burla de las mujeres viejas y las compara con la muerte. El amor eterno de Petrarca en el Renacimiento le cede lugar a la burla y al menosprecio.

El S. XVIII 
Fue sombrío en Francia; estalla  la Revolución Francesa; la monarquía pasa por la guillotina, mientras la burguesía se impone; respetan la libertad de ideas, la noción del prójimo se amplía, se interesan por los salvajes, recuerda a los adultos, a las madres  amamantan a sus hijos  y en los adultos se reconocen los futuros y potenciales ancianos; el hombre mayor simboliza la unidad, la permanencia de la familia;  florece el individualismo burgués, el jefe anciano posee propiedades y goza de prestigio. Se  exalta la virtud, se dejan de lado los cuentos morales y se escriben tratados de humanidad; se atiende a los débiles, a los pequeños, al abuelo;  se estimulan los actos de beneficencia.  La ancianidad es vista como una época de  descanso; las pasiones extremas se suavizan; se  adquiere serenidad, sabiduría.
Se conmueven frente a la miseria,  Reconocieron que todo hombre tenía derecho a  existir. La asistencia pública fue reformada; la miseria de los inválidos y los ancianos mermó. La burguesía  revalorizó la ancianidad.

En Inglaterra progresaron las técnicas,  la industria, las finanzas, el comercio. Nace una nueva clase rica, poderosa que tiene conciencia de sí y se forja una moral conveniente. Se multiplican las sociedades, y se perfila un hombre nuevo: el comerciante; es sencillo no le gusta la pompa, lleva una vida retirada y tiene una moral por encima del arte.
Los teatros retratan viejos criados abnegados, padres e hijos que se ayudan,  personajes simpáticos. Pasan esas tendencias a Francia con el hombre nuevo, el filósofo, que profesa una moral laica pero humanitaria con Diderot como guía.

En el S XVIII se lo comprende mejor por los servicios prestados a la sociedad.  Se respeta su prosperidad.

En el S XIX llegan los melodramas donde la ancianidad representa lo majestuoso y conmovedor.  El viejo servidor abnegado, fiel a su amo.
A partir de mitad de este siglo se finalizó la revolución industrial; ferrocarriles, textiles, metalurgia, minas, fábricas de azúcar y otras obras cobraron impulso, mientras  los bancos tuvieron un rol principal. Veinte años más tarde la  Asamblea Nacional estaba formada  por gran cantidad de ancianos. 
En síntesis, en Francia y en los países europeos  la pelea de las generaciones se abolió en la burguesía y se establece una  armonía. El hijo ocupaba en la sociedad un escalón más alto que su padre quien orgulloso de su éxito y ascenso diluía el odio. La sociedad también   exigía la ayuda o colaboración entre viejos y jóvenes donde la experiencia y los conocimientos  eran valorados. Si el viejo se imponía, podía ser por la imagen de la reina Victoria, que reina en Inglaterra con un rigor moral y un éxito económico hacia la austeridad con el fin de reinvertir las utilidades; era  bien visto  ahorrar en los años de ganancias,
La pareja viejo-niño conmovía al público en obras de teatro de Dickens, donde su éxito fue enorme. Se modificó también la relación de los nietos con los abuelos y en la  alianza, lo  encuentran un compañero divertido e indulgente.
Lo consideraban de una manera más realista, sobre todo los  nobles, los burgueses, hacendados, industriales y en ocasiones  las clases explotadas.
Siempre existen atributos positivos, incluso en la fase senil. Nace una calma nueva, donde muchas dificultades se resuelven gracias a la experiencia adquirida.
El hombre senil, ya  jubilado, por lo general no lucha por  adquirir posesiones; sus hijos son individuos maduros. Se vuelve  moderado; la experiencia lo aleja de la actualidad y le concede  comprender a los demás, por haber pasado por las mismas experiencias. 
El deber ético pedagógico de la fase senil podemos diferenciarlo en dos temas:
 A) Los seres que lo rodean. Deberían aumentar su paciencia  porque la vejez no es fácil: la vida queda estancada. No puede sorprendernos ni excitarnos con palabras o gestos; está fija tercamente en esa faz;  un recelo, una desconfianza que   lo lleva al ocultamiento.  Narra una y otra vez situaciones lejanas en el tiempo, que los de su alrededor escuchan a veces con irritación e impaciencia. Al ir perdiendo la memoria del tiempo real y presente, se enfoca en el pasado que maneja con soltura. La familia o quien lo cuida se agota de las repeticiones que cuenta  él encantado, como si fuera la primera vez. Se necesita altruismo y una paciencia sin límites para ser amable; le falta un foco hacia el futuro y -no esperando nada del presente- se aferra al pasado, única área donde se siente cómodo. Apaciguarlo, oírlo, quitar el germen de su desconfianza  poniendo  humor  en las situaciones será heroico. Se convierte en un ser terco, crítico, repetitivo y pretencioso en su miseria. Su familia, hijos, parientes desean que se muera; si no lo dicen conscientemente, su conducta con él es  poco tolerante.
Antiguamente al viejo se lo mataba, por ser inútil a la sociedad; hoy se lo encierra en un asilo y -por culpa- no se lo visita, salvo en su cumpleaños o cerca de Navidad. Si se enferma, lo ven más seguido, esperando el fin.
Sería similar a la eutanasia nazista del el S XX.
Pero existen dos clases de seniles: el primero, con su plaga de defectos acentuados, que se torna odioso a  los otros; el segundo,   quien es  una bendición haberlo  conocido, porque en él se detuvo la vida sin amargura ni resentimiento; la acepta con naturalidad y conserva el carácter amable, pues alegremente aceptar declinar y la idea de la muerte  no lo aterra.
El que se hizo ilusiones para  el futuro, envejece como un ser mezquino, se vuelve cínico, censor hacia esa juventud que añora,  llena de una vitalidad incomprensible.
Envejecer significa inclinarse, aproximarse al fin.  Más años, más cercana: madurar es prepararse hacia ese postrero acto. La muerte es la disolución en la nada o el paso necesario para encontrarse consigo mismo, lejos de las cadenas físicas que ligaban el alma y le impedía alcanzar el infinito.
Carecer de fe trae angustia. El núcleo de la ancianidad es la oración y en silencio; un  enfrentarse con ese Dios lejano que se asoma o el vacío eterno: “polvo eres y en polvo te convertirás” (Quevedo)
Los seres humanos viven más.  Hace medio siglos se moría entre los 65, 68 años, edad aceptable para sus herederos, que entrarían en posesión de su herencia;  se les tenía más paciencia. Hoy una mayoría  supera los ochenta con facilidad. Se combaten las enfermedades con eficiencia, tiene los medicamentos adecuados  y los asilos no siempre en condiciones humanas, crecen. Puede alcanzar una edad irrisoria: noventa años y más aún. Nacen allí los problemas demográficos: una generación pasiva que trae dificultades económicas a todo el sistema; un dilema sociológico pues la indiferencia de los hijos, nietos y parientes hacia esos seres ya inútiles  llenos de dolencias, con sus conversaciones puestas en su pasado. ¿Cuál es la importancia del anciano? En la Biblia se los veneraba.  El cuarto mandamiento de las Tablas de Moisés exige “honrar padre y madre”, o sea respetarlos y tener una cierta ética en su declive.
El S XX y principios de la década el XXI,  el nazismo los señaló como la solución del problema, descartando y matando a los inútiles. En la actualidad pasados setenta años desde esa II Guerra Mundial aparece la eutanasia como fin todavía no aceptado legalmente: la “solución” regresa  con disimulo, tal vez  con mayor delicadeza.
En los ancianos, las pasiones se acallan, la sangre se enfría y frente a la pérdida de la sexualidad  encuentra vanas  las cosas; se desengaña pierde el gusto de ocuparse de los demás: un desinterés general cubre su mundo. Se desliza  rodando muy lentamente en sus eternos recuerdos repetidos, como si fuera la primera vez.
Cicerón la denomina una desventaja, no una deshonra, y aceptaba que ser pobre a esa edad era una desdicha.  Horacio, en el S I, habló de la vanidad de todo y lo inútil de la pompa. La decrepitud ayuda a soportar la muerte. A los 90 uno no muere, se extingue por lo general. Emerson afirma que a esa edad se deja de actuar, de pensar,  lo cual es apaciguador. Cada edad tiene su propia organización y el anciano tiene un equilibrio diferente del hombre  y su relación con el mundo.
En Oriente se respeta a la vejez;  en China, en Esparta,  en las oligarquías griegas y en Roma, en la medida que era rico tenía peso en la vida pública y  privada. Las personas con mayor poder adquisitivo sienten el mismo malestar de ser abandonados, pues la inutilidad  no es solamente producto de la pobreza.
La esperanza de vida fue aumentando: en el S XVII, el hijo tenía entonces 14 años cuando moría su padre. De 100 niños un 25% moría antes del año, otro 25% antes de los 20 y otro 25% entre los 25 y 45 años de edad. Una decena solamente llegaba a los 60 años. Los octogenarios eran excepciones y se lo exhibía con orgullo. En el S XVIII el promedio era 30 años, luego se estabilizó en los 60; a mitad del S XIX  un 10% alcanzaba los 60, luego subió a  un 18% y hoy la cifra es inimaginable.  Podemos nombrar países donde la población anciana es mayor que los niños y adultos juntos. 
Las mujeres viven más que los hombres; el problema se ha tornado agobiante para la sociedad, para los familiares, para la economía y hasta políticamente. Hoy las  jubilaciones desgastan las arcas. En el S.XIX, al ser despedido, el anciano quedaba totalmente abandonado; la familia debía ocuparse de él y no siempre lo hacía con agrado. En 1896, siete años después de la Revolución Francesa se habló de darles una pensión como una recompensa - no como un derecho- a quienes eran mayores de 50 años; los funcionarios y militares fueron los primeros en cobrar.
En el S XIX, el ascenso veloz del capitalismo y la expansión industrial trajo una agitación social que se fortificó en Alemania con Bismarck, que estaba de acuerdo en ofrecerles un mínimo de seguridad. Brujas tiene casitas independientes, agrupadas en medio de la ciudad, para que estén cerca de sus familias. Las mujeres capacitadas  hacen  puntillas para la comunidad; son  mujeres independientes y tienen  un horario para regresar a su lugar y un trabajo que entregar  a la comunidad de monjas, que las protegen y ayudan. Viven dos en cada casa. 
En USA existen lugares donde en edificios apartes, los ancianos tienen sus departamentos y les fabrican programas, distracciones, idas al teatro, paseos, excursiones, aunque no funciona totalmente, pues los viejos desean estar con sus familias y se sienten lujosamente abandonados.  También existen centros diurnos, donde se quedan todo el día y lo pasan bien, sabiendo que por la noche dormirán en su hogar o en el de uno de sus hijos. Esta opción de más positiva. En Argentina la Fundación Hirsch tiene un magnífico lugar con varias hectáreas para pernoctar, vivir allí o pasar el día. Si forman parte de un club se sienten más satisfechos que solos todo el día en su hogar.
Luxemburgo, Rumania, Suecia, Austria, Hungría y Noruega, protegió  a los asalariados  que se financian con los impuestos.  Dinamarca, Nueva Zelanda y el Reino Unido recién lo aceptaron  en 1925. Los países escandinavos se ocupan de que la vejez  tenga una suerte decente dentro de un socialismo moderado, cobrando una tercera parte de su salario. El retiro para las mujeres es de 60 a 62 años y para los hombres de 65 a 67 años. En otros países occidentales, la edad difiere en algunos años menos, jubilándose antes los mineros, militares, el personal de aviación civil, transportes y enseñanza primaria. Los trabajos domésticos se retiran por lo general más tarde.
Los jóvenes pujan por alejar a los mayores y ocupar sus puestos. Pueden tener  disminución muscular, problemas auditivos y visuales, problemas para ver  a la noche, menor destreza, menor resistencia al frío, al calor y al ruido; les cuesta adaptarse a situaciones nuevas o iniciar tareas nuevas, porque merma la velocidad en sus acciones, se ponen nerviosos,  tienen problemas con la memoria.
El viejo tiraniza con sus años y sus ñañas y las generaciones posteriores los rechazan. La relación de un adolescente impaciente, rodeado de objetos electrónicos, no tiene cabida ni tiempo para visitarlo y entrar en su pasado.
La sociedad no les tiene paciencia; podrían operar sentados,  re adaptarlos en sus tareas; en vez de ello, los bajan de categoría y sufren material y moralmente, porque  se sienten disminuidos con sus recursos menos onerosos.
Otros países capitalistas  difieren y no a favor de la ancianidad. Si obtuvieran los beneficios que sus años laborales merecen, no estaríamos exponiendo el tema. La injusticia hacia los jubilados es tremenda en casi la mayoría de los países occidentales. El capitalismo busca eficiencia,  aumento de la productividad,  y no la humanidad y el reconocimiento  que merecerían. el  “Time is gold” americano o el "good for nothing".
En 1970, Simone de Beauvoir señala que entre 16 millones de ancianos,  8 millones son  muy pobres; hoy, la cifra sería espeluznante. La maldad a veces  llega a separarlos en asilos diferentes  o pasar de ser pensionistas a salas comunes, donde terminan siendo abandonados por la familia porque verlos los llenan de culpa.
Algunos son abandonados en hospicios. Suele hacer frío, no tienen calefacción central, casi siempre los sanitarios son deficientes, las duchas no arrojan agua templada, no tienen en cuenta el régimen adecuado para cada caso en particular. La humedad  y la soledad es infinita: (en un pensionado en Niza el director afirmó que en ese entonces sólo el 2% recibía visitas). La rutina es rígida; deben acostarse y levantarse temprano. Son un número, un apellido, no un ser humano. La TV que no la escuchan está  puesta a un volumen exageradamente agudo, que les embota más el cerebro; no leen, tienen algunas horas ocupadas en trabajos manuales, aunque  la mayor parte del tiempo están a su libre albedrío, sentados en una silla con la mirada fija a lo lejos. En los lugares donde se sienten útiles y están mejor atendidos por lo general son privados y muy caros. El vino les está prohibido. La atmósfera es maloliente por sus problemas de contención de orina y el aire sofocante. Uno sale siempre deprimido, luego de una visita.
Basta leer esta cifra de la década del 70. No  había cifras para comparar en el presente..
El 8% muere la primera semana.
El 28,7% el primer mes.
El 45% los primeros seis meses.
El 54% el primer año.
El 65% en los primeros dos años.
En Oriente se los respeta, a veces se los venera por la experiencia y sabiduría que poseen.
En Alemania se festeja los jubileos a los 70 y  a los 80.
Sensibles a su potencial futura decadencia física, los jóvenes los ridiculizan. Al mito del anciano soberbio y enriquecido,  se le opone el viejo acurrucado, reseco, disminuido o mutilado. Esas carcasas  humanas que deambulan en el  S.XX, porque les cedieron más de treinta años  de vida al Estado, hace que los hombres maduros carguen con sus padres, sin poder  salir, irse de vacaciones, vivir su  vida plena y poco a poco  el cariño  se convierte en fastidio.
Los esquimales  los dejaban, cuando se convierten en inútiles,  en la mitad de la noche, con alimentos para uno o dos días, pensando que un oso podía aparecer y devorarlos; ellos lo aceptan porque en un iglú no hay lugar para nadie que sobre. Magnífico el pasaje del libro El PÁIS DE LAS SOMBRAS BLANCAS que  van a buscar a la anciana, cuando el niño llora porque un diente le está por salir; buscan a la abuela  abandonada en medio del hielo, para que los ayude a resolver el problema. Pasados unos meses, cuando ya saben cómo ocuparse de los dientes,  la vuelven a  abandonar.
Hoy no se los abandona  en medio de glaciares con temperaturas bajo cero, sino en asilos, hogares de ancianos, hospicios, expulsados sin ternura y sin visitas.  Y todos asistimos con indiferencia a ese mal trato. Aumentar la edad no trajo cariño hacia nuestros antepasados, que gimen por seguir  viviendo, sin claudicar, pese a su soledad y su decrepitud. Todos sabemos  la condición escandalosa donde viven  la mayoría en este mundo moderno de fin del S XX y principio del XXI.
Churchill, Adenauer, Freud,  Verdi, Miguel Ángel, Goethe, Balzac, Tolstoï, Gandi fueron personas que pasaron sus ochenta años con su mente en perfecto estado. Miguel Ángel montó a caballo tres días antes de su muerte.
No toda la culpa es de la generación anterior.  El tiempo es oro, valgo lo que tengo, debo producir serían los ítems de este mundo caótico y cruel, porque también es cruel  con ellos.  Si el anciano  cedió su poder  y sus bienes a sus hijos, esperando como el rey Lear una compensación  de sus herederos, sólo obtiene  impaciencia y mal trato. Existe  un pequeño diálogo con la enfermera o quien lo cuida  pero muy breve. Se compran los remedios y se abandonan en la portería para no tener que saludarlos; se llegan hasta el asilo para  pagar la cuenta mensual sin ni siquiera  visitarlos, salvo el día del aniversario, que ellos no recuerdan, o en Navidad.  A veces se tiranizan ambos, en una relación ambivalente donde a veces el hijo o hija sigue en ese rol inacabable de no poder crecer, porque debe ocuparse de sus padres e incluso de sus suegros, tarde o temprano. Preferirían la intimidad a la distancia y no cohabitar con ellos.  Los ancianos prefieren no cohabitar en el aislamiento.
La relación entre los nietos y el abuelo es más sencilla; éstos, en rebelión con los adultos y sus padres, arman su complicidad y se solidarizan. El amor hacia los ancianos en las mujeres habla de una relación entrañable con su abuelo.
 La imagen del padre despojado de prestigio es literalmente patética.  Cuando los hijos  obtienen el poder  pueden reconciliarse y la agresión y el rencor y apaciguarse. Les gusta tratarlos como seres inferiores y convencerlos de su decadencia, obligándolos a un papel pasivo, con el fin de gobernarlos a su gusto. El adulto tiraniza con disimulo a su progenitor, dándole órdenes que parecen consejos, ridiculizándolo, mintiéndole, atemorizándolo con enviarlo a un asilo, si no obedece y así se mina su resistencia convirtiéndolo en un objeto que uno manipula  a su gusto. El anciano  siente que se desmorona hacia la nada; verse arrastrado hacia la inutilidad, sin interés alguno por la lectura, la cultura, el arte, los deportes, -exceptuando el foot-ball en los hombres- es un drama que va in crescendo.
Las mujeres sienten en su papel de abuela, que tienen todavía un sentido. Viven pensando en el momento de su jubilación y cuando la alcanzan no tienen el mismo entusiasmo ni las ganas que en su madurez para seguir haciendo cosas; no se imaginaron un futuro tan vacuo. Temen  la soledad, la muerte de su pareja,  y el  futuro incierto. El hombre define su identidad  con su cargo y su sueldo: quisieran trabajar de vez en cuando; menos horas, menos responsabilidad pero sentirse útil. La decadencia viril lo abruma. Pierde junto a su virilidad su capacidad como ser humano.
La nostalgia es mayor entre los trabajadores manuales que los de oficina: los últimos todavía encuentran placer en  leer, ir al cine, al teatro, miran la vida de otro modo. Y si uno es pobre se siente un paria; no desea recibir una invitación porque no podrá retribuirla; se siente un inútil disminuido por las falencias físicas y psíquicas. La depresión y el envejecimiento  cohabitan lastimándose. Las pérdidas aumentan. Parten los familiares, los amigos, los socios; la soledad es total. Se sienten próximos a su propio final. Es absolutamente necesario que conserve ocupaciones de cualquier índole, ciertos hobbies, aunque con la edad llega el desinterés, el cansancio, la movilidad se reduce, mientras el desinterés le quita gusto a toda distracción y la impaciencia de los demás los humilla.
Los intelectuales también la sufren. Hemingway se suicidó al enfrentar la hoja en blanco; no tenía nada más que escribir y el vacío se impuso.

Bibliografía: Simone de Beauvoir, LA VEJEZ, segunda edición,  febrero de 2011, editorial Contemporánea.