Conservó una nostalgia por el mundo de su infancia y necesitó inmortalizarla en algunos instantes como por ejemplo las magdalenas y el beso maternal nocturno en el primer tomo de su libro extenso.
La madre y él se adoraban. Sufría de asma y padecía crisis que lo convirtieron en un joven neurótico enfermo y artista.
Pasaba las vacaciones en Cambrai –cerca de Chartres, en casa de una tía y se encantaba viendo el Loire, las amapolas y el trigo en verano, desde su ventana, si estaba enfermo y no lo dejaban salir. En casa de sus tíos abuelos en Auteuil extrajo los datos para su jardín de Combray. Con su abuela iban a las playas de la Mancha, a Trouville, a Dieppe o Cobourg. Era un mujer culta, encantadora, que lo adoraba.
La madre y él se adoraban. Sufría de asma y padecía crisis que lo convirtieron en un joven neurótico enfermo y artista.
Pasaba las vacaciones en Cambrai –cerca de Chartres, en casa de una tía y se encantaba viendo el Loire, las amapolas y el trigo en verano, desde su ventana, si estaba enfermo y no lo dejaban salir. En casa de sus tíos abuelos en Auteuil extrajo los datos para su jardín de Combray. Con su abuela iban a las playas de la Mancha, a Trouville, a Dieppe o Cobourg. Era un mujer culta, encantadora, que lo adoraba.
Su padre no era de familia aristocrática ni tampoco un burgués de fortuna estable. En XVIII sus ancestros fueron recaudadores de impuestos. Otros familiares se ganaban la vida como mercaderes o labriegos, conservando una buena relación con la iglesia.
EN el siglo XIX el abuelo fabricaba velas y cirios en una localidad pequeña; donde habitaba una casa pequeña y tosca. Allí nacieron dos hijos; Adrien y una hija que se casó con el comerciante próspero del lugar (la tía Leonor en su libro).
Adrien consiguió una beca, abandonó los estudios clericales y se dedicó a la medicina; fue interno en París en un hospital, luego jefe de clínicas e inspector de Servicio de Higiene en Francia. En 1870 se casó con Jeanne Weil, una judía culta y fina de Lorena, de sólida fortuna. Su abuelo materno -agente de bolsa- y un tío solterón tenían una casa con jardín. Allí, Jeanne tuvo a Marcel en un parto muy difícil. Marcel siempre se llevó bien con la familia materna y gracias a ella conoció las características franco -judías, que plasmó deliciosamente en su obra junto a las figuras de la madre, quien tenía un profundo amor por las letras y un fino sentido de humor. Madre y abuela adoraba a este niño de ojos azules profundos pero tan frágil.
Pasó su infancia en París, en una casa señorial. En los Champs Elisées conoció a Gilberte, su amor de púber- adolescente a quien describe en el II tomo de su obra.
Leyó y le encantó las 1001 Noches, a Victor Hugo, Dickens, Balzac, Eliot, George SAnd; se educó como católico, aunque seguía con orgullo las tradiciones judías. El padre era un católico practicante; era consciente de las virtudes cristianas y censuraba el antisemitismo como el anticlericalismo. Era un científico serio; la familia era muy unida y tradicional.
A principio del S XX, la Iglesia se separó del Estado.
Al morir su madre se resguardó en su departamento y las asiduas crisis no lo dejaban salir por largar temporadas, sobre todo en otoño y primavera a causa del polen de las plantas. La madre deseaba que su hijo se destacara y éste escribió su obra tal vez para no desfraudarla, donde reconstruyó su infancia y las desilusiones que le siguieron. Su sensibilidad exquisita lo hacía propenso a sufrir e intentar no hacer sufrir .
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
Las apariencias engañan; lo real y lo
no real, se hallan aquí unidos porque lo único real es la
memoria. Escribe para recuperar el tiempo perdido, la ilusión de la realidad.
Pone fin al Romanticismo. La obra consta de VII tomos que, en una enciclopedia sentimental, escribe sobre los vicios, el snobismo, la pereza, la
lujuria, más la clase aristocrática y la alta burguesía
francesa, a fines del S XIX y principio
del S XX.
Los personajes, a diferencia de Balzac y
Stendhal emergen, se hunden, crecen y se disuelven en la
densa vitalidad de sus páginas. A veces se asemejan al autor; otras poseen
consistencia misteriosa y opaca. Revelan una vida desconocida, entre los retratos la madre, la abuela y Odette. Pone fin al
naturalismo aunque conservando el positivismo. Proust se distancia de la tendencia experimental del positivismo de Joyce y Woolf y del fluir de la
conciencia. Veía en su obra un compromiso casi trágico con la sociedad y su
cultura.
El único refugio reside en la absoluta
subjetividad anunciada en Dostoievski y en Nietzsche; se limita a
escribir en la postura del niño .en el primer volumen- o del anciano, y los horribles viejos -en el último volumen-.
Del niño conserva el egoísmo inocente,
la ausencia de moral, la confusión entre la objetividad y su ser
subjetivo, la agudeza de los sentidos, la inseguridad y el deseo de no cambiar,
de ser siempre un niño.
Del anciano, el saber, el conocimiento
de las pasiones, los vicios, la maldición y un oscuro sabor a muerte.
Renuncia a la norma, a lo mediocre,
a la falta de madurez, por lo cual pertenece a la decadencia europea. Es un pensador humanista
con ideas claras y diferentes, un escritor confinado en el mundo de la alta
burguesía, aunque la representa con agudeza e infunde en sus lectores el
deseo de labrarse una vida diferente.
En total fueron tres mil quinientas páginas dividias en siete libros, con un yo protagonista, sin pausas para poder respirar; no se divide
en capítulos. Uno busca un descanso, un silencio para abandonar el texto y no lo encuentra. Por momentos se hace densa su lectura.
Destacan en el primer volumen el niño que ansia el
beso nocturno maternal y el sabor de las
magdalenas; la muerte de la abuela y la casa familiar en Cambray.
El segundo
tomo describe
la relación de Swann, -un judío rico- con Odette, -una mantenida que lo acapara
y asciende con el matrimonio a la condición de burguesa kitsch,
aceptada por algunos, rechazada por
otros.
En el tercer
volumen se
encuentra de vacaciones con su abuela materna y conoce a Albertina (en realidad será Albert y muchos
otros hombre ensamblados en este nombre, nunca confesado para no hacer sufrir a
su madre. Instalado en París, se codea con la sociedad de la burguesía intelectual. Conoce el mundo de los artistas, los diplomáticos
y las mujeres ciertamente snobs. Proust era el mayor snob de su
tiempo.
En el IV
libro, Sodoma
y Gomorra, habla del caso Dreyfus y de las aberraciones sexuales; su pasión delirante, totalmente neurótica por Albertina, la lleva a encerrarla en La prisionera pero logra escaparse en La fugitiva, pues Albertina
lo abandona, muere y da lugar a una larga agonía en la memoria del autor
protagonista. Se aparta de la vida social y -tras un
largo período en soledad- se reencuentra con los conocidos nuevamente, aunque envejecidos y decrépitos, lo que le da
margen para hablar de esa etapa no gloriosa.
Acepta su destino, que lo lleva a recuperar
su pasado en la memoria y trasladarlo a su obra, como si el presente fuera el tiempo pasado.
Su estilo denota el paso de un episodio o un
personaje a otro con digresiones, contrapuntos entre el tiempo y
los hechos y el subjetivismo del autor. Meses
o años se reducen en pocas líneas, aunque ciertos episodios le llevan varias páginas: en cambio, una tertulia puede durar cien páginas. Se
debe leer en francés, las traducciones hacen imposible lograr las
ondulaciones de su prosa en el original. Sus metáforas son siempre realistas; no se concede el
tiempo de transformarlas ni en embellecerlas; asombran como cachetazos metafísicos que nos hieren mentalmente, sin
ninguna concesión. Me refiero sobre todo al último libro, donde describe la
decrepitud de la vejez en la última etapa vital.
Su extensión lo hace inabordable para este siglo apurado; cada vez que le traían las pruebas de páginas, Proust
agregaba otros párrafos, enloqueciendo al editor. Esa ineptitud sobre la
cantidad de páginas que expande una situación banal, hace hoy insoportable su lectura. Muchos lo
nombran pero pocos lo leen; nombrarlo es signo de snobismo cultural. Tomarse el
trabajo de leer los siete volúmenes es una ardua labor de paciencia infinita.
En el IV tomo, dentro de una cantidad de banalidades, habla del amor que le despertó Gilberte, siendo un púber adolescente. Muy agudas sus observaciones, abandonando las descripciones románticas de principio del siglo XIX, que luego se convirtieron en realistas y sociales para coincidir con Freud, en el S XX.
He aquí su máximo logro. La novela toma otro rumbo: Proust será una inclinación, ya señalada por Stendhal y Tolstoi -en Anna Karenina- y sobre todo por Dostoievski -en los Hermanos Karamasoff- . Será el predominio de la novela psicológica del yo subjetivo.
Deambula entre la vida mundana de Paris, mientras
en varias páginas magistrales nos habla del ansia de eternidad, la seguridad del
presente, el amor por Gilberte y los celos por Albertina.
Oraciones subordinadas y relativas con
compleja puntuación aunque siempre correctas y muchas frases entre comillas. Termina con la disolución de estructuras objetivas del racional S XVIII y XIX. Nombra a Freud, expone su teoría siempre desde la voz del autor. Tiene un ritmo literario zigzagueante, lo cual obliga al lector a leer
atentamente para no perderse entre sus continuas oscilaciones, con las imágenes deformadas
por la memoria del autor.
Desde la mitad del S XX y principios del S XXI se lo lee con esfuerzo,
pero se reconoce su dominio lucido, aunque su naturaleza neurótica y
obsesiva lo llevaba a rehacer de continuo explicaciones con más detalles
minuciosos o retornar sobre el grupo social donde tanto le apasionó ser admitido. Es lo reiterativo que agobia
desde el tercer libro en
adelante, hasta llegar con esfuerzo y paciencia infinita al séptimo.
Los siete volúmenes pudieron haber sido dos o tres magistrales. Tiene páginas excelentes; la descripción deliciosa de la muerte de su abuela, los celos enfermizos y en el último tomo el encuentro con los personajes
decrépitos del grupo social que había abandonado que avanzan hacia la muerte.
Como Quijote, que terminó con los libros
de Caballería, Proust dio el puntapié a la novela moderna, psicológica. Pero
nadie dice que leerlos haya sido un acto
meramente placentero.