martes, 5 de agosto de 2014

PROUST

  PROUST

Conservó una nostalgia por el mundo de su infancia y necesitó inmortalizarla en algunos instantes como por ejemplo las magdalenas y el beso maternal nocturno en el primer tomo de su libro extenso.  
La madre y él se adoraban.  Sufría de asma  y padecía crisis que lo convirtieron en un joven neurótico enfermo y artista.
Pasaba las vacaciones en Cambrai –cerca de  Chartres, en casa de una tía y se encantaba viendo el Loire, las amapolas y el trigo en verano, desde su ventana, si estaba enfermo y no lo dejaban salir.  En casa de sus tíos abuelos en Auteuil extrajo  los datos para su jardín de Combray. Con su abuela iban a las playas de la Mancha, a Trouville, a Dieppe o Cobourg. Era un mujer culta, encantadora, que lo adoraba.
Su padre no era de familia aristocrática ni tampoco un burgués  de fortuna estable. En  XVIII sus ancestros fueron  recaudadores de impuestos.  Otros familiares se ganaban la vida como mercaderes o labriegos, conservando una buena relación con la iglesia.
EN el siglo XIX el abuelo fabricaba velas y cirios en una localidad pequeña;  donde habitaba una casa pequeña y tosca. Allí nacieron dos hijos; Adrien y una hija que se casó con el comerciante próspero del lugar  (la tía Leonor en su libro).
Adrien consiguió una beca, abandonó los estudios clericales y se dedicó a la medicina; fue interno en París en un hospital,  luego jefe de clínicas e inspector de Servicio de Higiene en Francia. En 1870 se casó con Jeanne Weil, una judía culta y fina  de Lorena, de sólida fortuna. Su abuelo materno -agente de bolsa- y un tío solterón tenían una casa con jardín. Allí, Jeanne tuvo a Marcel en un parto muy difícil. Marcel siempre se llevó bien con la familia materna y gracias a ella conoció las características franco -judías, que plasmó deliciosamente en su obra junto a las figuras de la madre, quien tenía un profundo amor por las letras y un fino sentido de humor. Madre y abuela adoraba a este niño de ojos azules profundos  pero tan frágil
Pasó su infancia en París, en una casa señorial. En los Champs Elisées conoció a Gilberte, su amor  de púber- adolescente  a quien describe en el  II tomo de su obra.
Leyó y le encantó las 1001 Noches, a Victor Hugo, Dickens, Balzac, Eliot, George SAnd; se educó como católico, aunque seguía con orgullo las tradiciones judías. El padre era un católico practicante; era consciente de las virtudes cristianas y censuraba el antisemitismo como el anticlericalismo. Era  un científico serio; la familia era muy unida y tradicional.
A principio del S XX, la Iglesia se separó del Estado.

Al morir su madre se resguardó en su departamento y las asiduas crisis no lo dejaban salir por largar temporadas, sobre todo en otoño y primavera a causa  del polen de las plantas. La madre deseaba que su hijo se destacara y éste escribió  su obra  tal vez para no desfraudarla, donde reconstruyó su infancia y las desilusiones que le siguieron. Su sensibilidad exquisita lo hacía propenso a sufrir e intentar no hacer sufrir .
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
Las apariencias engañan; lo real  y lo no real,  se hallan aquí unidos porque lo único real es la memoria. Escribe para recuperar el tiempo perdido, la ilusión de la realidad.
Pone fin al Romanticismo. La obra consta de VII tomos que, en una enciclopedia sentimental, escribe sobre los vicios, el snobismo, la pereza, la lujuria, más la clase aristocrática y la alta burguesía francesa, a fines del S XIX y principio del S XX.
Los personajes, a diferencia de Balzac y Stendhal emergen, se hunden, crecen y se disuelven en la densa vitalidad de sus páginas. A veces se asemejan al autor; otras poseen consistencia misteriosa y opaca. Revelan una vida desconocida, entre los retratos la madre,  la abuela y Odette. Pone fin al naturalismo aunque conservando el positivismo. Proust se distancia de la tendencia  experimental del positivismo de Joyce y Woolf y del fluir de la conciencia. Veía en su obra un compromiso casi trágico con la sociedad y su cultura.
El único refugio reside en la absoluta subjetividad  anunciada en Dostoievski y en Nietzsche;  se limita a escribir en la postura del niño .en el primer volumen- o del anciano, y los horribles viejos -en el último volumen-. 
Del niño conserva el egoísmo inocente, la ausencia de moral, la confusión entre la objetividad y su  ser subjetivo, la agudeza de los sentidos, la inseguridad y el deseo de no cambiar, de ser siempre un niño.
Del anciano, el saber, el conocimiento de las pasiones, los vicios, la maldición y un oscuro sabor a muerte.
 Renuncia a la norma, a lo mediocre, a la falta de madurez, por lo cual pertenece a la decadencia europea. Es un pensador humanista con ideas claras y diferentes, un escritor confinado en el mundo de la alta burguesía, aunque la representa con agudeza e infunde en sus lectores el deseo de labrarse una vida diferente.
En total fueron tres mil quinientas páginas dividias en siete libros, con un yo protagonista, sin pausas para poder respirar; no se divide en capítulos. Uno busca un descanso, un silencio para abandonar el texto y no lo encuentra. Por momentos se hace densa su lectura.
Destacan en el primer volumen el niño que ansia el beso nocturno maternal  y el sabor de las magdalenas; la muerte de la abuela y la casa familiar  en Cambray.
El segundo tomo describe la relación de Swann, -un judío rico- con Odette, -una mantenida que lo acapara y asciende con el matrimonio  a la condición de burguesa kitsch, aceptada por algunos, rechazada por  otros.
En el tercer volumen se encuentra de vacaciones  con su abuela materna y conoce a Albertina (en realidad será Albert y muchos otros hombre ensamblados en este nombre, nunca confesado para no hacer sufrir a su madre.  Instalado  en París, se codea con la sociedad  de la  burguesía intelectual. Conoce el mundo de los artistas, los diplomáticos y las mujeres ciertamente snobs. Proust era  el mayor snob de su tiempo.
En el IV libro, Sodoma y Gomorra, habla del caso Dreyfus y de las aberraciones sexuales;  su pasión delirante, totalmente neurótica por Albertina,  la  lleva a encerrarla en La prisionera  pero  logra escaparse en  La fugitiva, pues Albertina lo abandona, muere y da lugar a una larga agonía en la memoria del autor protagonista. Se aparta de la vida social y -tras un largo período en soledad-  se reencuentra con los conocidos nuevamente, aunque envejecidos y decrépitos, lo que le da margen para hablar de esa etapa no gloriosa.
Acepta su destino, que lo lleva a recuperar su pasado en la memoria y trasladarlo a su obra, como si el presente fuera  el tiempo pasado.
Su estilo denota el paso de un episodio o un personaje a otro con digresiones, contrapuntos entre el tiempo y los hechos y el subjetivismo del autor. Meses o años se reducen en pocas líneas, aunque ciertos episodios le llevan varias páginas: en cambio, una tertulia puede durar cien páginas.  Se debe leer en francés, las traducciones hacen imposible  lograr  las ondulaciones de su prosa en el original. Sus metáforas son siempre realistas; no se concede el tiempo de transformarlas ni en embellecerlas; asombran como cachetazos metafísicos que nos hieren mentalmente, sin ninguna concesión. Me refiero sobre todo al último libro, donde describe la decrepitud de la vejez en la última etapa vital.
Su extensión lo hace  inabordable para este siglo apurado; cada vez que le traían las pruebas de páginas, Proust agregaba otros párrafos, enloqueciendo al editor. Esa ineptitud sobre la cantidad de páginas que expande una situación banal,  hace hoy insoportable su lectura. Muchos lo nombran pero pocos lo leen; nombrarlo es signo de snobismo cultural. Tomarse el trabajo de leer los siete volúmenes es una ardua labor de paciencia infinita.

En el IV tomo, dentro de una cantidad de banalidades, habla  del amor que le despertó Gilberte, siendo un púber  adolescente. Muy agudas sus observaciones, abandonando las descripciones románticas de principio  del  siglo XIX,  que  luego  se convirtieron en realistas y sociales   para  coincidir con Freud, en el S XX.  
He aquí su máximo logro. La novela toma otro rumbo: Proust será una inclinación, ya señalada por Stendhal y Tolstoi -en Anna Karenina- y sobre todo por Dostoievski -en los Hermanos Karamasoff- . Será el predominio de la novela  psicológica del yo subjetivo. 
Deambula  entre la vida mundana  de Paris, mientras en varias páginas magistrales nos habla del ansia de eternidad, la seguridad del presente, el amor por Gilberte y los celos por Albertina.
Oraciones subordinadas y relativas con compleja puntuación aunque siempre correctas y muchas frases entre comillas.  Termina con la disolución de estructuras  objetivas del racional S XVIII y XIX. Nombra a Freud,  expone su teoría siempre desde  la voz del autor.  Tiene un ritmo literario zigzagueante, lo cual obliga al lector a leer atentamente  para no perderse  entre sus continuas oscilaciones, con las imágenes deformadas por  la memoria del autor.  

Desde la mitad del S XX y  principios del S XXI se lo lee con esfuerzo, pero se reconoce su dominio  lucido, aunque su naturaleza neurótica y obsesiva lo llevaba a rehacer de continuo explicaciones con más detalles minuciosos o retornar sobre el grupo social donde tanto le apasionó  ser admitido. Es lo reiterativo que agobia desde el tercer libro en adelante, hasta llegar con  esfuerzo y paciencia infinita  al séptimo.
Los siete  volúmenes pudieron haber sido dos  o tres  magistrales. Tiene páginas excelentes;  la descripción deliciosa de la muerte de su abuela,   los celos enfermizos y en el último  tomo el encuentro con los personajes decrépitos del grupo social que había abandonado que avanzan hacia la muerte. 

Como Quijote, que terminó con los libros de Caballería, Proust dio el puntapié a la novela moderna, psicológica. Pero nadie dice que leerlos haya sido un acto  meramente placentero.