martes, 29 de abril de 2014

KANT


KANT



Era de naturaleza difícil, constitución enfermiza y de una extremada sensibilidad. Su puntualidad era rigurosa. La filosofía crítica no podía hallar otro carácter que mejor conviniera a su fundador. Procedía siempre como un racional y ordenaba sus días como si se tratara de la misma razón pura. Como filósofo investigó las últimas condiciones del conocimiento humano y sacó los principios que fundan y limitan nuestro saber. Como individuo, puso su vida bajo el imperio de los principios que había establecido rigurosamente. El verdadero fin de su doctrina era someter todo acto de entendimiento a principios sabidos con toda claridad y acompañar todo juicio con la conciencia perfecta de su posibilidad. La regla era someter esos nítidos principios de cada acto cotidiano de la vida y acompañar cada uno con la conciencia perfecta del valor justo. No hacer nada que fuera contrario a ese fin; determinar toda acción según la finalidad era para él una necesidad natural como moral. Era un filósofo y un hombre de principios. Hamas hubiera sido quién fue, si no hubiese sido también el hombre que supo ser. Tenía una salud débil y quebradiza, pero su voluntad de hierro y la regularidad de cada uno de sus actos ayudaron a mejorarla. Nunca se acostó más tarde de las 10 P.m. levantándose durante treinta años a las 7 A.m. Si alguien osaba sacarlo de unos de sus hábitos alguna vez, no se dejaba envolver nuevamente en un acto similar. Deseaba que su labor ardua y difícil, que tanto recogimiento le exigía, no fuera interrumpida de modo alguno. Contrariado porque un gallo de un vecino cantaba demasiado, quiso primero comprárselo y -al no conseguirlo- tuvo que mudarse. Como el ruido de unos cantos religiosos que entonaban unos prisioneros también le incomodaba para reflexionar, le escribió al alcalde. Asimismo la música -a la cual apodaba "un arte inoportuno" le hacía perder su buen humor y llegó a tenerle suma aversión. Todo lo que interrumpiera el círculo habitual de sus pensamientos  le era desagradable. No toleraba ni siquiera un botón desabrochado en uno de sus discípulos, menos aún descosido. A la hora del crepúsculo solía entregarse a la meditación, luego de haber dedicado la tarde a sus lecturas habituales; tenía el hábito de fijar la mirada en una torre que se encontraba enfrente, pero crecieron unos álamos inoportunos, vecinos a su morada, que ocultaron la vista de dicha torre. Logró finalmente que su vecino sacrificara la copa de esos álamos atrevidos que incomodaban su saber. Únicamente después de una lucha interior logró despedir a un antiguo criado que había tenido durante cuarenta años y que no solamente era completamente inútil sino también de conducta indigna. Le costó un esfuerzo considerable lograr tamaña hazaña. Cuando invitaba a almorzar no podían ser menos de tres los invitados ni más de nueve. Su sociedad no podía ser mayor que el número de las Musas ni menor que el de Las gracias. Luego de sus frugales comidas venía un ligero reposo y más tarde un paseo que duraba una hora o más, si el tiempo se lo permitía. Paseaba solo y lentamente. Los atardeceres estaban consagrados a la lectura y los crepúsculos, a la meditación. A las 10.P.m. finalizaba sus tareas, no infligiendo ese orden impuesto. Si en alguna ocasión debió romper esas reglas se prevenía para que no volviera a suceder. Era una existencia tremendamente regular, meditada en sus ínfimos detalles según sus propios cánones, desde el diario alimento hasta el color de su vestimenta diaria. Celibato Kant no tenía ninguna inclinación hacia el matrimonio. Se basta a sí mismo y, siendo un egocéntrico independiente, permaneció soltero. Más envejecía, más se  a sus costumbres y ese sistema de vida era incompatible con una pareja. Pero  le era agradable el trato femenino;  la gracia y el encanto de las mujeres de la sociedad, aunque rechazaba a las eruditas. Aceptaba un matrimonio basado en la razón económica y hasta incluso lo aconsejaba a los jóvenes amigos, pero se disgustaba si veía el menor asomo de pasión. Sus ideas respecto al matrimonio eran sumamente materialista, prosaicas. Podemos echárselo al hombre, no al pensador. No veía nada de poético ni de sentimental en una boda de una pareja. (Recordar que Descartes, Spinoza, Leibniz, Miguel Ángel, da Vinci y Beethoven fueron amantes del celibato). 

SUS PRINCIPIOS 

La misma puntualidad que regía sus días también regía sus trabajos. Formaba un plan y reflexionaba sobre él en sus solitarios paseos. Los anotaba y los estudiaba en sus mínimos detalles. Antes de comenzar una obra, el manuscrito estaba listo íntegramente. Analizaba lo más profundamente posible los conocimientos del individuo, no dejando nada librado al libre albedrío. Sin prejuicios, pero de sobria moralidad inquebrantable, rechazaba las meras apariencias, siendo incondicional de la Verdad. Era un sentimiento innato en él, formando el núcleo de su personalidad. Evitaba toda clase de engaños e ilusiones. Vivía en un continuo examen de conciencia; juzgaba sin artilugios conceptuales. Desnudaba las cosas y-si bien admite  la sátira- rechaza la retórica por considerarla un juego de ingenio pleno de sintagmas artificiales. Nada sabía sorprenderlo, si a veces convencerlo. Su estilo era austero como su modo de pensar, siempre profundo, en ocasiones denso (utilizaba los paréntesis en un mismo período sintagmático, difíciles en una primera lectura). Para comprender era indispensable seguir el riguroso método cartesiano; dividiendo lo complejo, tomando por separada cada proposición para luego unirlas, cuando todas las dificultades habían sido aclaradas. La pesadez del estilo se observa en los temas profundos, donde no deseaba omitir nada. Cuando el objeto tratado se lo permitía, escribía en un estilo ágil y de fácil comprensión. 

ENFERMEDAD Y ANCIANIDAD 

Experimentó todos los achaques de la senectud. Tenía 69 años cuando escribió lo siguiente. "Según la Biblia dura nuestra vida 70 años y -cuando uno lo sobrepasa llegando a los 80, si tiene algún valor sólo es el de la pena y el trabajo-." No cumplió los 80 años. Sufrió un ataque del cual se repuso durante unos pocos meses, pero las fuerzas lo iban abandonando. No podía ni escribir su nombre y olvidaba lo escrito. Las imágenes se borraban de su espíritu y ya no conocía ni a sus íntimos. Su cuerpo, al que había apodado con ironía "su pobreza" estaba seco y mustio. 

Harto y fatigado de la vida, la muerte lo alejó de tan lastimoso estado un 12 de febrero de 1804. En suma, fue un individuo profundo, sencillo, obsesivo y recto, económico y detallista, independiente en sus juicios certeros, leal, honesto, ordenado y solitario; este altruista pequeño burgués alemán fue un ideal universal para todas las generaciones posteriores y para el ser humano en general.

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