Cuando nació, se crió en el palacio del ilustre príncipe de Condé-
futuro Luis XVIII-. A los cuatro años, los dos niños se pelearon por un objeto
banal y el marqués de Sade le propinó repetidos golpes que escaparon a su
control y los separaron a la fuerza. Siendo el príncipe de mayor rango,
lo obligaron a abandonar el palacio. ¡La madre del marqués era la aya del
príncipe!
El niño provenía de una nobleza
provenzal, en la región de Aviñón, sede de los Papas durante años. Compraron el
título nobiliario, tras hacerse ricos en el comercio textil. Su familia abundó
en funcionarios de alto rango: obispos, magistrados, altos
dignatarios de la corte papal y varias monjas abadesas y sacerdotes. Su
origen se remonta al S XII. Luis contrajo matrimonio con Laura de Noves, la
musa inspiradora de la obra de Petrarca.
El conde, padre del marqués, fue uno
de los vividores más ilustres del reino de Luis XV. Vio poco a su hijo, durante
los primeros diez años, pues lo enviaban a misiones diplomáticas en el
extranjero. La indolente y egoísta madre nunca lo veía. Acompañaba
a su marido en los viajes.
Cuando el marqués fue exiliado de
Provenza, luego de la pelea con el príncipe de Condé, fue a vivir con su abuela
paterna, quien adoraba a su único nieto.
Ella tenía cinco hijas -cuatro fueron monjas abadesas en diferentes
Órdenes-. El descendiente varón de la familia amado y mimado. Tenía una
carita redonda, rubios cabellos rizados, una voz melodiosa y era muy cariñoso.
El conde debió enterarse que estaban
malcriándolo y decidió que necesitaba una autoridad varonil. El pequeño marqués
fue exiliado por segunda vez, a la casa de un tío paterno, un abad, clérigo,
lingüista y erudito, con una apasionada vida amorosa, bastante común en ese
tiempo. Cultivaba su amistad con Voltaire, además de ser bien conocido en los
círculos de París. El abad -aunque era sacerdote- mantenía mujerzuelas en su casa. Era una etapa de
costumbres depravadas y licenciosas.
El pequeño Sade era colérico, autoritario,
pero emocionalmente frágil y tierno. Le encantaba la región de Provenza y
le gustaba colaborar ordeñando las vacas y cabras, arreando rebaños y pescando
truchas. Amaba los perros; disfrutaba de los niños campesinos y de los pocos
burgueses de la zona.
El conde solía -entre viaje y viaje-
visitar a su hijo y contarle sobre Alemania y Rusia, donde era embajador. Su
madre nunca lo acompañaba. Sade desarrolló un odio virulento hacia la
maternidad, una aversión por la procreación y el principio maternal.
Encontró consuelo en un preceptor,
contratado por su tío, quien le enseñó a leer, a sumar, geografía e historia de
Francia. Sintió una gran devoción hacia él y durante el resto de su vida hizo
lo imposible para que no pasara aprietos financieros.
Cuando aprendió a leer tuvo mucho
tiempo libre para elegir libros de la extensa biblioteca de su tío, donde
yacían junto a los clásicos romanos, Cervantes, Racine, Molière, Rousseau,
Voltaire y Diderot, además de tratados de antropología y religión comparada y
por supuesto literatura erótica. El marqués fue siempre un ávido lector.
EL PADRE
Era donjuán y bisexual; buscaba
chicos en la calle para sus satisfacer sus impulsos masculinos; en las mujeres
buscaba el placer con aristocráticas relacionadas a la corte.
La búsqueda del sexo, en una época de crueldad y de vicios, se
destacó en especial por la ferocidad de los placeres, cuando Luis XV heredó el
trono siendo un niño de cinco años; una
rebelión contra el rígido decoro, que predominaba en la corte del Rey Sol y el
protocolo austero, impuesto al final de sus días.
El padre, arruinado, ponía en su hijo toda su ambición; lo hizo
venir a París, junto al abad, pues el niño necesitaba una educación más
elevada.
JUVENTUD
Cuando el marqués llegó a París,
tenía diez años y un marcado acento provenzal, por los años pasados en Aviñón.
No se adaptó bien a los estudios formales en el colegio de los jesuitas -Louis
le-Grand- la institución más prestigiosa y estricta de la época. Entre sus tres mil estudiantes se encontraban
los descendientes de las familias más poderosas de Francia,
El abad lo acompañó como su tutor
privado, requisito esencial para los nobles, incluso empobrecidos. Estaba como
externo, alojado en un modesto departamento junto a su tío.
Los tres años y medio de educación jesuita dejaron una impronta profunda
en su carácter: se insistía mucho en el castigo corporal, nunca en la cabeza ni el estómago pero sí en las
nalgas, frente a toda la comunidad estudiantil, lo cual resultaba en especial humillante.
La flagelación podía provocar deseo sexual y llevar a una conducta masoquista.
Sade, de adulto, quedaba insatisfecho con un sexo “normal”; sus preferencias
quedaron estancadas a un nivel anal infantil.
El teatro del colegio era más
fastuoso que el de la Comédie Française , con sus ciento cincuenta
metros de profundidad, sus ricos decorados más sus representaciones, que
duraban ocho horas. Sólo se les permitía participar a los estudiantes que
obtenían las mejores notas: Sade nunca pudo hacerlo.
El sacramento de la confesión también
lo afectó; el pecado se encontraba entre los jesuitas como el núcleo de la vida
espiritual.
Los meses escolares fueron
espartanos; la comida era nauseabunda y las camas plagadas de chinches. El
marqués carecía de una atención maternal. Pasaba sus vacaciones en casa de una
amiga de su padre, quien lo malcriaba y adoraba al igual que sus amigas.
Era muy querido por su carisma y su gran encanto. La relación con
estas madres adoptivas continuó siendo profunda y leal. Las idolatró durante el
resto de su vida.
El conde lo encaminó hacia una
carrera militar, deseando toda la gloria y estabilidad que él nunca alcanzó.
A los catorce años lo sacó del liceo
y lo inscribió en el regimiento de la caballería ligera de la guardia del rey,
la más elitista. Sólo eran escogidos doscientos guardias y diecinueve oficiales
de la más alta nobleza. Tuvo veinte meses de instrucción; alcanzó el
rango de subteniente, formando parte de la guerra de los Siete Años: Francia,
Rusia y Austria contra Prusia e Inglaterra. Recibió el bautismo de fuego a los
quince años, en un asalto peligroso, donde los franceses perdieron más de
cuatrocientos hombres. Aparte de su valentía, el rasgo de carácter que
sobresalía era su extrema amabilidad. Cuando cumplió dieciocho años, el conde
relajó la vigilancia; regresó a Aviñón junto a su madre de ochenta y tres
años, mientras su mujer se quedó a vivir en París.
El marqués partió a Alemania y
aprendió el idioma con una agradable baronesa.
Era de trato fácil, divertido y
ferozmente inflamable. El juego lo endeudó. Comenzaron sus disipaciones. El
padre, cada vez más crítico y censurista, no lo perdonó y se distanciaron. A
los veinte años su conducta era disipada: placer era la palabra del siglo.
Al cumplir veintidós años, finalizó la
guerra de los Siete Años. Francia
salió humillada: perdió Canadá y sus posesiones de las Antillas: Gran
Bretaña dominó una vez más los mares. Pero el verdadero vencedor
fue Federico II de Prusia, que se encontraba reorganizando la nación,
según los preceptos filosóficos de la Ilustración francesa.
Tras servir en el ejército desde los
catorce a los veintidós años, se dedicó a los placeres. El documento que lo da
de baja lo evalúa lacónicamente: “desquiciado, pero sumamente valeroso.”
Frecuentaba prostíbulos y acumulaba
deudas, sin rendirle homenaje alguno al Rey ni a la Corte. El conde intentó
poner freno a sus excesos y dejó Provenza para regresar a París. Estaba
enfurecido con la conducta de su hijo; éste seguía su ejemplo, aunque amenazaba
superarlo.
Tomó entonces la decisión de casarlo;
encontró la candidata ideal, que pertenecía a una reciente ennoblecida familia
burguesa, con ingresos generosos y una espléndida relación con la corte. Ese
año el padre de Pélagie había adquirido en Normandía el título de barón.
Prometían a los novios una generosa renta de cien mil libras en el futuro,
mientras le asignaban una renta muy modesta los primeros cinco años, pero sin
tener que ocuparse del alojamiento, alimentos, una criada y un ayuda de
cámara, pues vivirían en sus mansiones en
París y en Normandía. Pasados esos años, recibirían
diez mil libras para amueblar una casa propia.
Pélagie no era linda ni graciosa;
tenía brazos y manos blancas y lindos pechos: Medía un metro cuarenta y siete;
dulce, de carácter alegre, sensata, tranquila y retraída; era poco femenina; se
vestía en tonos sobrios, pardos y terrosos, con escotes muy recatados. No era
culta – cometías faltas de ortografía- ni intelectual. Tampoco le interesaba
relacionarse con la Corte.
La madre era muy autoritaria; astuta,
inteligente, estaba encantada de casar a su hija con una de las
familias más antiguas y distinguidas del reino de Francia. Conocía el
libertinaje del conde y del marqués, pero pensó que pasada la juventud –tenía
22 años- ese defecto pasaría.
El padre de la novia era dócil y
débil; había sido presidente de unos de los tribunales parisino de justicia más
importante y quedó como presidente honorario durante el resto de su vida.
Se casaron el 17 de mayo de
1763. ¡El rey asistió y el delfín, la
delfina y el futuro Luis XVIII fueron los testigos!
La madre de Sade no ofreció ayuda
económica ni joyas que le pertenecían, regalo habitual a una nuera. Los días
antes de la boda le negó a su hijo alojarse con ella.
El marqués tuvo una conducta
intachable durante el primer verano. Se llevaba bien con su mujer y su familia
política. Pasó esos meses yendo al teatro, a ballet, y a conciertos, en París y en Normandía. Sade
se dedicaba a montar piezas teatrales, donde actuaba gran parte de la
familia; la madre tenía siempre el rol
protagonista. Sade quería a su mujer y congeniaban de maravillas con su suegra,
a quien quería profundamente.
Tuvieron discusiones con su padre y
con el tiempo no se vieron más. Las costumbres aristocráticas de Francia en ese
siglo eran abominables. Eran indulgentes con la sodomía y demás vicios
sexuales, si pertenecían a la nobleza. En la corte, hombres y mujeres
podían ser adúlteros sin problemas. Las hijas eran instrumentos de la ambición
económica de sus padres: o aceptaban el matrimonio impuesto o
pasaban el resto de su vida en un convento.
La concordia del matrimonio joven
Sade era una faceta muy interesante. Ambos fueron niños solitarios y sin amor.
Pélagie no era amada: su hermana, en cambio, era venerada por ser una
belleza deslumbrante.
EL PRIMER ESCÁNDALO
Tras el verano pasado en Normandía en
la mansión veraniega, Sade dejó partió
a París, en un supuesto viaje de negocios. Los
libertinos tenían varias casitas alquiladas con ese fin.
Una prostituta lo acusó por
transgresiones perversas y Sade fue arrestado en el calabozo de Vincennes,
fortaleza y prisión Real.
Durante diez años, Marais fue la
autoridad policial francesa encargada de vigilarlo
En sus prácticas masoquistas, Sade
pedía que lo azotaran; la flagelación era habitual en los burdeles. Sade
aterrorizó psíquicamente a la joven; la única acusación contra él fueron las
blasfemias e incitación al sacrilegio, delitos que se condenaban a muerte, si
no pertenecían a la alta sociedad.
Los nobles concurrían a los
ritos devotos y recibían los sacramentos de la Iglesia a fin de
cubrirse las espaldas. Sade sentía un odio casi paranoico
contra la religión. Para él, profanar los símbolos cristianos era igual a
degradar una estatua pagana. La injuria quedaba justificada, si era causa
de su placer erótico. Se defendió diciendo que era esencial pronunciar
palabras soeces.
Es difícil comprender la psiquis
de este hombre, el exhibicionismo innato, la necesidad de buscar el
castigo. Era extraño organizar orgías solitarias. Por lo general se buscaba un grupo.
Sorprendido y confundido en su
primera condena, escribió cartas pidiendo perdón humildemente a la
policía, suplicándole que le permitiera
la visita de su mujer, en la prisión. En
una segunda carta pidió ver un sacerdote y tramó
Gracias a las súplicas de su familia
política estuvo preso sólo tres semanas. El conde viajó para pedir clemencia;
el rey se conmovió frente a los ruegos de su antiguo embajador. Los
padres de Pélagie también presionaron: el marqués recibió la orden de vivir en
Normandía, bajo la vigilancia del inspector Marais.
Su suegra seguía orgullosa de haber
casado su hija poco agraciada con ese yerno adorado y esperaba que
“sentara cabeza”. Pélagie pensaba que lo habían condenado por deudas: estaba
embarazada de tres meses. Los marqueses estaban confinados en Normandía, donde
pasaron el invierno pues sostenían que el clima era beneficioso para una mujer
embarazada.
Sade se consolaba consagrándose al
teatro. En el Siglo XVII dominaba la tragedia de Corneille y Racine, mientras
Molière fue el mejor comediante. En el siglo siguiente dominaron las
comedias de intrigas maritales y extramaritales, con doble sentido erótico,
diálogos de ingenio y hábiles juegos de palabras.
Sade obtuvo permiso en abril para visitar
París y los alrededores; Pélagie debía regresar para el inminente parto. Él viajó
a Dijon, donde lo nombraron lugarteniente del gobernador de las cuatro provincias,
cedidas finalmente por su padre como dote. Pero su buena conducta no duró
demasiado. A su regreso a París retozaba
en compañía de actrices y bailarinas.
Pélagie tuvo un hijo que vivió dos
días. El marqués lamentó sinceramente su muerte.
Buscaba prostitutas humildes, en la calle, para
satisfacer sus instintos perversos. En los prostíbulos no lo dejaban entrar, si
no se comportaba en forma decente. Marais lo vigilaba. La madre deseaba
proteger la inocencia de su hija de la dura realidad. Sade tenía
una relación muy cariñosa con su mujer y deseaba mantenerla al margen de
la verdad. El matrimonio ofrecía una imagen pública mucho más armoniosa
que la mayoría de los aristócratas de ese tiempo.
El castillo ancestral tenía una vista
panorámica sobre los verdes valles; databa del S X. En el S XVII, su abuelo lo heredó del padre, quien agrandó las estrechas
ventanas, reconstruyó el patio interior e instaló una cocina.
De niño solía visitarlo con su
abuela y su tía; era un refugio veraniego. Años más tarde el joven
lo visitó con el abad, pero no volvió
hasta cumplir los veintitrés. Hizo una breve visita antes de su boda y
se enamoró del lugar . Luego de casarse, le pidió permiso a su padre para
ocuparse del castillo y residir en él, costeando su mantenimiento. El conde
aceptó de mala gana.
Sade regresó cuatro años después. Los
aldeanos le dieron la bienvenida, según el rito feudal, frente a la
puerta del castillo. Se mantuvo ocupado escenificando obras de teatro.
En septiembre se hizo presente
en Normandía. Pélagie lo recibió feliz; pocas semanas después quedó embarazada.
Pasó el verano solo en La
Coste , mientras su mujer se recuperaba de su segundo mal
embarazo, pues esta vez nació muerto.
El castillo de La Coste tenía una
hectárea, en una meseta plana y rocosa, junto a un acantilado. Era un
lugar árido, sin árboles, con un calor abrasador en los veranos e
inviernos con helados vientos. Hoy es
una de las ruinas más evocadoras de Europa. Conserva el foso, las murallas y
algunos cuartos semi destruidos. El pueblo pagaba riguroso tributo a su Señor
feudal; durante siete siglos los marqueses tuvieron la llave de la prisión del
pueblo, que se encontraba dentro del castillo.
Ese año comenzó la reforma; creó un
laberinto de árboles y plantó membrillos, cerezos, almendros y perales.
Ordenó un huerto, renovó la decoración de los cuarenta y dos aposentos e
hizo instalar un teatro particular para sesenta personas; se ocupó de la
decoración de los ambientes para su mujer, dormitorio de invierno, uno de
verano, un tocador y un estudio. Era un maniático de la higiene personal;
tenía un cuarto de baño con paredes revestidas de algodón indio con flores y
una bañera con un calentador de agua de cobre. El castillo tenía quince
inodoros portátiles y seis bidés. Decoró el salón principal con numerosos
muebles, mesas de juego, tapices, sofás y poltronas. Tenía una
biblioteca con sus temas preferidos y se ocupó de un “aposento secreto”
con instrumentos pornográficos.
DOMINGO DE PASCUA
En París vio una mujer pidiendo limosna. Era
una hilandera de 36 años, viuda de un pastelero. El marqués le prometió dos
libras, si lo seguía y la engañó diciéndole que la necesitaba para
tareas domésticas. La llevó en el carruaje a una de sus casitas alquiladas. Le
ordenó que se desvistiera; comenzó a flagelarla. Interrumpió la flagelación
para frotar las heridas con cera derretida; a medida que ella gritaba, los
latigazos se aceleraban y de repente emitió alaridos muy agudos y
espeluznantes: tuvo un orgasmo y el sufrimiento de ella llegó a su fin. Sade la
encerró. Una vez sola, anudó las
sábanas, saltó al patio y corrió por la calle del pueblo; la ayuda de cámara la
persiguió con una bolsa llena de dinero, pero ella continuó corriendo. Narró
lo sucedido a la policía pueblerina, pidiendo que un médico la examinara; una
dama le ofreció una habitación en su
castillo familiar. Horas más tarde Sade regresó a París, junto a su esposa y
su familia.
El juez escuchó la declaración
de Rose Keller. Cuatro testigos presentaron testimonio. Tomó medidas legales
contra el marqués y éste le refirió lo ocurrido a Pélagie, quien lo
aceptó insólitamente.
El abad visitó a Rose en
el castillo hospitalario y le ofreció dinero. Ella pidió 3000
libras (unos 12.000 dólares) pero arreglaron en 2400, más 200 extras
por los gastos del vendaje y los medicamentos.
Luis XV era indulgente con la
indecente conducta sexual de la nobleza. Sin embargo, la justicia ganaría
y el 10 de abril fue trasladado a
la prisión real a unos 320 Km al suroeste de París.
Llama la atención la conducta
del acusado y su total incapacidad de prever las consecuencias
legales, la falta de contacto con la realidad y la grandiosa imagen de su Yo,
-por pertenecer a la más selecta aristocracia-. Consideraba que estaba muy por
encima de la justicia. El choque con la realidad se manifestó, al estar
prisionero, pues temía la censura familiar quien se sintió muy aliviada que
estuviera preso en la prisión de Su Majestad, ya que evitarían los comentarios
chismosos. Permaneció encarcelado quince días; su familia rogó que lo llevaran
a un lugar más seguro. El rey ordenó su ida a Lyon, a 400 Km. Sade pidió
que su mujer permaneciera cerca; disfrutaron de varias diversiones no
autorizadas, además de verla con mayor frecuencia que lo estipulado; la
marquesa se quedó embarazada.
La suegra logró la libertad condicional, tras
siete meses en la cárcel y una orden de traslado a Provenza hasta nuevo
aviso. Se preparó para el regreso a La Coste. Pélagie
debía ocuparse de las deudas. Él había hipotecado la mayor parte de las
propiedades a fin de saldar las deudas paternas; ya había agotado la dote de su
mujer para alquilar las “casitas,” las alcahuetas que le
facilitaban prostitutas, las muchachas de la ópera y las actrices. Pélagie
vendió los diamantes que sirvieron para su estadía en Lyon; Sade les debía a
los padres una gran suma de dinero.
Pasó el invierno tranquilo en La Coste ; organizó representaciones teatrales; los nobles se
negaron a asistir, pero la burguesía local estaba encantada.
Le permitieron regresar a Normandía,
sin poder pisar París. La marquesa esperaba el segundo hijo. El bautismo -en oposición al del hijo mayor- fue en una iglesia rural, sin ninguna pompa a
fin de evitar rumores y chismes. Durante
varios meses se comportó como un marido
ejemplar. Pocos meses después partió a Holanda. Cuando regresó y pudo
quedarse en París, el matrimonio intentó recuperar el prestigio perdido. Iban
a recepciones, visitaban amigos, hasta quiso retomar su carrera militar
en el regimiento donde no fue admitido y, resentido, claudicó. Pélagie engendró
esta vez una niña. El padre solicitó un cargo de oficial de caballería que le
fue concedido, señal que el rey había perdonado sus errores pasados. Sade
saldó las cuentas aunque, debido a ellas, fue encarcelado varias semanas, cerca
de París. Cuando salió, decidió instalarse el mayor tiempo posible en La Coste. Por primera
vez Pélagie y sus tres hijos fueron al
castillo con una institutriz.
Poseía otra casa solariega en
Mazan, en un valle tranquilo, abandonado y en ruina, que Sade restauró para sus
ambiciones teatrales, aunque siempre prefirió el escarpado y fantasmagórico
paisaje de La Coste.
UN INVIERNO EN PROVENZA
Durante la década de 1760, Luis XV
perdió el afecto del pueblo y sufrió varias pérdidas: murió su amante oficial,
Madame de Pompadour, y en los cuatro años siguientes murieron su
hijo mayor y su nuera, quedando a cargo de sus cincos hijos, entre ellos el
futuro Luis XVI. También perdió a la reina, luego de cuarenta años de
convivencia.
En 1770 el delfín Luis XVI se casó
con María Antonieta, archiduquesa de Austria. El marqués, refugiado con su
familia en La Coste ,
permanecía ajeno a todos estos acontecimientos.
La hermana más joven de Pélagie -de
veinte años, de gran belleza tuvo una relación apasionada con su cuñado. Incluso
partieron a un viaje a Italia juntos, mientras su mujer se quedaba en el
castillo con los hijos.
Un tiempo después, Sade elaboró un
programa teatral para veinticuatro obras, de las cuales representó
diecinueve en La Coste y
en Mazan, imponiéndoles a la familia y a su séquito un frenético tren de vida
con viajes entre ambas propiedades, separadas por cincuenta y seis
kilómetros de terrenos escarpados. Se tardaba doce horas en mula o en coche de
caballos, viajando de un pueblo a otro con la marquesa y sus hijos, Anne su
cuñada, el ama de llaves, ayuda de cámaras, mayordomo, cocineros y los técnicos
y actores contratados para el repertorio. En Mazan, la familia y los criados se
alojaban en el pueblo, mientras la comitiva dormía en docenas de camas
desparramadas en el salón de las mansiones. Sade contaba con dos o
tres días para preparar la obra, ocuparse de todos los detalles,
supervisar el telón, las velas, los técnicos, buscar prestamistas para obtener
fondos, los ensayos y asumir el papel principal en cada obra; la
cuñada era la heroína y Pélagie, la confidente. La manía del teatro fue
el paradigma central de su vida. Siempre necesitó dinero para montar obras
teatrales y para su desmesurado tren de vida. Con un séquito
personal de treinta personas, entre
sirvientes, cocineros, jardineros, secretaria, ayuda de cámaras
particulares, actores residentes, además de alimentarlos, vestirlos y
calzarlos.
Pélagie se interesaba en La Coste por el bienestar
de los campesinos y enseñaba a niños del pueblo a leer y a escribir. Era
una pésima administradora, muy benévola con los sirvientes, que no le correspondían
y se aprovechaban; sentía una afinidad con las costumbres aldeanas de las
clases más modestas. Era infatigable; tenía tanta energía como el marqués; le
gustaba cortar leña, podar los árboles frutales y ayudar en el huerto.
Trajinaba sin descanso.
Tres prostitutas lo denunciaron
de querer envenenarlas. El marqués huyó para ocultarse.
La policía lo buscó en La Coste ; al no
encontrarlo, confiscaron el castillo,
así como los ingresos.
Finalmente el matrimonio se marchó a
Marsella, dispuestos a sobornar a las prostitutas para que retirararan la
acusación. Pélagie llevaba cuatro mil libras; la madre se negó a ayudarla,
enterada de la aventura de Anne con
el marqués. Este fue el principio de un odio sin medida entre suegra y yerno,
que duró años. Las prostitutas finalmente retiraron su cargo a cambio del
dinero.
Pero la noticia sobre la relación íntima con
su cuñada llegó hasta la corte. Pélagie estaba al tanto de la acusación, aunque
se mantenía en silencio. Sade estaba inculpado del crimen de envenenamiento y
tanto él y la ayuda de cámara eran acusados de sodomía. Se les impuso una
severa pena; los dos fueron condenados. Ambos reos fueron ejecutados en
toscos maniquíes similares a ellos: eran muertes alegóricas. El castigo
implicaba la muerte civil de Sade, pues quedaba desposeído de todos sus
derechos civiles, durante los siguientes treinta años. Los suegros se convirtieron
en los tutores de los tres hijos.
Sade -cuando se enteró de su condena-
se fue a Italia para escapar de la policía y viajó con la ayuda de cámara y
Anne. Se hacía llamar el conde de Mazan. Pélagie quedó sola en La Coste. Su amor por
él trascendía toda lógica. Era una especie de locura, una increíble capacidad
para el sacrificio personal, una subordinación voluntaria con un desprecio
total hacia quienes no lo comprendían.
Se quedó en el castillo luchando por su libertad, mientras su marido mantenía
en Italia una aventura incestuosa con su hermana de veinte años.
EL PRISIONERO
El segundo encuentro de Anne y el
marqués fue breve. Acompañó a éste a Venecia por sólo unas semanas. En octubre,
furiosa, estaba de regreso en La Coste. Sade regresó de Italia vía Niza, en barco.
Se marchó al extranjero, viajando de
incógnito. Para entregar una carta a su suegra, acto de gran imprudencia,
se escapó a París. En la carta le comunicaba donde vivía. La policía rodeó la
casa en silencio y fue arrestado por orden real. Sade entregó sus armas, un par
de pistolas y una espada. Al alba lo trasladaron a su nueva prisión; una celda
desde donde veía los Alpes. Como la mayoría de los nobles, podía decorar las
habitaciones con sus propios cuadros y muebles y tenía un valet, que dormía en
la suite. Paseaba bajo vigilancia e incluso tenía dos perros; tenía prohibido
las visitas y las cartas eran leídas.
La vigilancia era cada vez más
estricta. En febrero, el alcalde pide un traslado a otra cárcel, pues resultaba
peligroso vigilar a un excéntrico, que no se comportaba como un hombre de su rango.
La marquesa salió de
París hacia Saboya para ver a su marido, pero le
impidieron verlo. Al impedírselo, se disfrazó de hombre, pero fracasó. Siguió
con sus intentos aunque sin éxito alguno; desilusionada, regresó a París.
Sade recibió el primer reconocimiento
de su talento como escritor, aunque no debían circular fuera de la prisión. Cambió
de estrategia: fingió una actitud más razonable.
La razón de estar confinado fue el
incesto Anne, una aventura escandalosa. Aceptó renunciar a dicha
relación y ofreció devolver las
cartas jurando no acercarse jamás a París. La estrategia funcionó a la
perfección. El alcalde estaba encantado con la transformación de su preso y el
repentino cambio de conducta. Lo dejaron de nuevo cenar y caminar
durante varias horas al día por el interior de la fortaleza.
Las habitaciones estaban en el
extremo opuesto a la cocina. Las comidas llegaban frías. Solicitó que le
permitieran comer lo más cerca posible del comedor, en la planta baja, en el
cuarto contiguo a la cocina. En esta zona había una despensa con ventanas sin
barrotes, a unos cuatro metros del suelo. El 30 de abril llegó para comer junto a otro noble prisionero y la ayuda
de cámara, para comer. A los pocos minutos, los tres habían salido por la
ventana y se encaminaron a la frontera francesa. El guarda se quedó
dormido. A las 3 de la madrugada sospechó, corrió a buscar al alcalde y
encontró que la celda de Sade estaba vacía y en ella había dos cartas, una de
cada fugitivo. Sade exhibió gran jactancia. Aceptó que el alcalde no era
culpable de la evasión y lo intimó a no seguirlo. Los tres fugitivos se
dirigieron a Grenoble. Escribió a su suegra pidiéndole dinero para despistar a
la policía y a fines de otoño se instaló en La Coste , de donde nunca se animó a salir. Pasaba
horas paseando por los jardines con sus perros y leía en la biblioteca.
Pélagie, fue tierna y afectuosa. Pese a
las enormes diferencias de temperamento sexual, compartían muchos rasgos de
ostentación y el frenético impulso de gastar tan compulsivo en él como romper
tabúes sexuales. Buscaron préstamos y pagarés, empeñaron la plata de la familia
y se endeudaron. Los gastos fueron exorbitantes; cambiaron la decoración del
castillo, pidieron alimentos para un regimiento, mientras ella contrató
una doncella extra, un guardabosque, un guardián y otro jardinero. La suntuosa
vida duró hasta enero de 1774, cuando un aldeano fiel avisó en el castillo que
una partida de soldados venía a arrestarlo vivo o muerto. Sade se fugó de
inmediato.
Pélagie responsabilizó a la madre. La ira de ésta se
había convertido en un odio feroz y obsesivo. No le perdonaba la relación con
su hija menor. Había soñado casarla con un gran partido, pues su belleza podía
aspirar a otro título noble;: Sade había hecho trizas esta ambición
maternal.
Los marqueses habían contratado
a un abogado para hacerse cargo de la
administración de las propiedades; lo fue durante veinticinco años. Sade era un
hombre perseguido que debía encontrar cada noche un refugio distinto. Abandonó
finalmente Francia y se fue en barco de nuevo a Italia, disfrazado de
sacerdote., haciéndose llamar conde Mazan.
Luego de cincuenta y nueve años de
reinado, Luis XV murió de viruela en Versalles.
La suegra solicitó de inmediato a
Luis XVI una nueva orden de arresto judicial para el yerno. El rey, mucho más
devoto y mojigato que su abuelo, estuvo encantado de encarcelar a tan
famoso libertino.
Pélagie le rogó al marqués que regresara a Provenza,
pues sería un gran ahorro económico; él aceptó. Disfrutaron del encuentro y no
fueron precavidos. Fue el momento crucial entre la obsesión y una cierta
demencia; arruinado y perseguido, decidió organizar las más célebres y
escandalosas bacanales hasta el momento. Agrupó a jóvenes vírgenes para fines sexuales. El
sadismo era sólo un mínimo rasgo en las anomalías del marqués. Pocos
psicoanalistas han estudiado a fondo la patología completa de su personalidad.
Destacan únicamente ciertos detalles biográficos de su neurosis.
1) La infancia: El ataque
de cólera asesina contra el príncipe a los cuatro años y el exilio a Provenza;
la total indiferencia maternal, -aya del príncipe- y su falta de afecto.
Fue marcado por los jesuitas que lo azotaban, desarrollando
experiencias eróticas- masoquistas.
Su abuela lo adoraba y lo
mimaba alentando a conservar el “yo grandioso” infantil, que finalizó
convirtiéndose en megalomanía y altanería -de adulto,- para compensar sus
traumas sexuales.
El segundo exilio con su tío a la vez
que mimado por su tutor continuó con su exagerado ego,
desarrollando mecanismo de defensa.
Tuvo un “complejo de Edipo negativo”,
un desmedido resentimiento contra la madre
y un amor intenso hacia el padre, quien se ocupó de él recién a los diez
años, visitándolo de vez en cuando, entre viaje y viaje al exterior, en calidad
de embajador.
El rechazo de su padre a sus veinte
años le causó gran dolor. Las consecuencias fueron una renuncia del principio
de realidad. Para evitar la psicosis total, necesitó conservar los delirios de
grandeza de la infancia. La excéntrica conducta respondía al modelo de los
individuos que luchan contra la amenaza de una desintegración psíquica,
valiéndose del mecanismo de la neurosis regresiva, que comprende los siguientes
síntomas:
a) Narcisismo: desde muy
joven tuvo la impresión que “todo el universo debía aplaudir sus caprichos y
satisfacerlos”, ya fuera flagelar a las mujeres con azotes, formar una cadena
sodomítica con varias prostitutas y su valet o escenificar orgías en su
castillo con jóvenes vírgenes; ninguna amenaza o censura pública podía
persuadirlo a refrenar los excesos y transgresiones sexuales. Ciertos
psiquiatras lo denominaron una sensación de dominio sobre los demás.
b) Identidad ilusorias:
de inmunidad legal; fantasía que no le permitía ver la causalidad del crimen y
castigo de sus quimeras narcisistas. Se consideraba un noble, que podía
permitirse satisfacer sus caprichos con absoluta impunidad. Las transgresiones
fueron reiterativas, porque un ser delirante tiene que reafirmarse
continuamente.
c) Analidad infantil:
flagelar nalgas y el placer de inhalar las ventosidades de las prostitutas se
centran en la zona anal, de carácter pervertido. Denominaba los genitales
femeninos como “esa parte indigna” o “esa detestable raja”, siempre inferiores al
otro templo, más estimable, si era el
recto masculino.
d) Exhibicionismo:
Practicaba perversiones
sadomasoquistas con tal indiscreción, que el castigo resultaba
inevitable; llamar la atención mediante sus actos sádicos era un medio de
obtener la sensación de mayor poder y control. Le servía para impactar y
no pasar desapercibido.
Los marqueses contrataron
sirvientes en Lyon para llevar a La Coste : un
secretario de quince años y cinco jovencitas de la misma edad y una joven de veinticuatro, llamada Nanon, como encargada oficial de las chicas. La marquesa conocía
el propósito del marqués; tuvo un papel
fundamental en elegirlas. Habían despedido a sus antiguos sirvientes -por
causas económicas- explicaban. Deseaban que el escándalo se produjera en el interior
de la casa.
Por su correspondencia, es evidente
que Pélagie o estuvo presente o participó de las orgías secretas, en ese
invierno. A su marido le costaba llegar al orgasmo. Lo
inexplicable era la conducta de su mujer, tímida y recatada al principio.
Sade cautivó al grupo de los jóvenes con una mezcla de erotismo, ternura y
despotismo, logrando una devoción
sin límites. Dichas aventuras no afectaron la sexualidad de la pareja. El amor
maternal por los hijos de siete, cinco y tres años no pudieron hacerla
recapacitar. Los niños estaban en París, al cuidado de la abuela.
Mientras estuvieron en el castillo
tomaron solamente dos precauciones: la muralla debía tener un grosor de medio
metro y en una carta al abogado y administrador le pidieron que:
“respetara el mismo horario cada vez que los visitara en ese invierno (…), ya
que al anochecer el castillo quedaba incomunicado, las luces apagadas y la
cocina cerrada”.
ULTIMOS DÍAS EN LIBERTAD
El dormitorio de Sade estaba
cerca al del ama de llaves y éste justo
debajo de los cuartos donde pernoctaban las jóvenes; los biógrafos
denominaron esa ala: el “laboratorio del sadismo.” Existía una
teatralidad en sus nuevas orgías, en grupo con su mujer, quien presenciaba
o participaba. Sade dictaba el protocolo de cada rito sexual. Empleaba la
literatura para pervertirlas con ilustraciones escabrosas y luego las
obligaba a practicar las mismas poses. Para lo libertinos desflorar
a púberes trascendía lo meramente físico: en cambio, corromper a los menores e
instruirlos en la disipación fue un modo de libertinaje muy extendido desde el
Renacimiento. También formaba parte el terror psíquico; controlaba, amenazaba,
si no satisfacían sus peticiones, pues la cárcel se encontraba en los sótanos
de su propiedad y el único que tenía la llave era él. Se dijo que Pélagie
las reconfortaba; todas ellas la elogiaron. Mientras las jóvenes lloraban, la
marquesa las consolaba. Durante el día el marido leía y estudiaba con gran empeño.
El episodio de las niñas duró seis semanas.
Se filtraron las noticias y en los pueblos vecinos comenzaron a hablar; los
padres presentaron una demanda en Lyon, alegando que sus hijas habían sido
secuestradas contra su voluntad. Pélagie lo negó. Esta vez los suegros se
negaron a ofrecer sumas de dinero.
No podían dejar que las jóvenes
regresaran a sus casas con las marcas físicas por los malos tratos. Enviaron a
cuatro a conventos; la más dañada fue a
la casa del abad. Pélagie alegó que su marido desde hacía un año no se
encontraba en La Coste. Los codiciosos padres deseaban
dinero; las jóvenes se
escaparon de los conventos pero lograron secuestrarlas nuevamente y las destinaron a otras
instituciones religiosas.
Nanon dio a luz en marzo de 1775 asegurando que el padre era el marqués. Presa
de pánico la marquesa la acusó del robo de tres bandejas de plata. Nanon fue
arrestada durante tres años; el bebé había muerto al nacer.
El episodio de las niñas fue el
escándalo más oscuro de su vida; hubo mentiras, cobardes silencios, engaños,
traiciones y amenazas. Los hechos se supieron gracias a documentos legales y la
reaparición de la madre en los asuntos de su hija. Le preocupaba la ciega
sumisión que el marqués tenía sobre ella. Su mayor objetivo era asegurar el
futuro de sus nietos, la reputación familiar y verlo encarcelado de por vida.
En los primeros meses el marqués se
mantuvo impasible, pero luego se sintió amenazado; la madre del joven
secretario acosaba a la familia hasta que la marquesa pagó la suma
indicada, pero se llevó al muchacho hasta que cicatrizaran las heridas.
Fueron a buscar al marqués a La Coste ; tuvo que
esconderse varias horas bajo el alero del tejado y esta vez se salvó, aunque la
seguridad había desaparecido; abandonó el país a fines de julio y huyó a
Italia por segunda vez con dos
acompañantes, siempre bajo el título del conde de Mazan. En este viaje a Italia
escribe un diario con lujo de detalles. Estuvo en Florencia, Roma y Nápoles. Su diario sobresale por la insólita variedad
de temas y la insaciable necesidad de juzgar, admirar y criticar cuestiones
estéticas y sociales. Se oponía a la pena de muerte. Admiraba las pinturas de
Tiziano y Veronese, cierta obra de Rafael, el hermafrodita en el Uffizi y la Venus de los Médicis.
Escribe sobre el matrimonio y las italianas, observando una terrible
frialdad en el vínculo matrimonial; las convenciones maritales le recordaban
los antiguos contratos romanos, donde la mujer, luego de parir varios
hijos, quedaba cautiva en sus aposentos y, desde ese momento, socialmente
se la consideraba una inútil.
Permaneció en Florencia, desde agosto
hasta octubre; luego fue a Roma donde le escribió a su mujer pidiéndole diez
trajes y veinticuatro camisas.
Como no se presentó ante el rey de
Nápoles estuvo en aprietos. Conoció finalmente al rey, quien
quedó cautivado y le ofreció un cargo en la corte. El incidente lo
asustó; abandonó Nápoles en mayo de 1776 y regresó a Francia, pasando por
Bolonia y Milán. La libertad -que había gozado en Italia- era ilusoria; Marais,
el inspector de policía, había seguido la pista de todos sus momentos en ese
país.
La marquesa pasó un invierno muy duro.
Tres de las adolescentes -que formaron parte de sus orgías- se escaparon
de los conventos y acusaron
de nuevo a su marido. Tuvo penurias económicas; tenía cristales rotos en el
castillo y el invierno se avecinaba. Tampoco congeniaba con el pastor y el
fallo de Marsella se retardaba. Nadie se animó a hablar a con el joven monarca Luis XVI, puritano en
exceso, a favor del marqués.
En 1776, Sade regresó a Provenza,
luego de estar escondido durante semanas; contrató a un joven secretario
adolescente. Leía, estudiaba, organizaba
la colección de sus antigüedades y curiosidades, compradas en Italia. Adoraba los doscientos setenta kilos de objetos
enviados a La Coste :
ánforas, lámparas, mármoles antiguos, urnas funerarias, trozos de lava del
Vesubio; vasijas, conchillas, dos cómodas de mármol, innumerables libros
religiosos, diccionarios de rima y manuscritos de las cartas de Madame
Pompadour. Pasaba horas del atardecer escribiendo.
Durante meses se creyó a salvo: su
megalomanía ascendía a dimensiones míticas. Dos meses después, se fue a caballo
para contratar jóvenes sirvientas. No comprendía el riesgo que corría, pues sus
delirios eran totalmente desproporcionados. Contrató a una joven a quien la
apodó Justine. Deseaba orgía en grupos; le pidió al padre Durand que la
facilitara otras cuatros sirvientas jóvenes. A la marquesa no parecía
asombrarle los caprichos del marido;
éste seguía contratando jóvenes
adicionales.
Económicamente había pocos alimentos,
leña y ropa en La Coste ;
los cristales seguían rotos y el viento soplaba sin piedad. La madre le envió
dinero a su hija, pero debía administrarlo el abogado para gastarlo sólo en comida y en las
reparaciones.
Justine se fugó del castillo con
cinco fugitivas; se fueron a la casa del padre de una de ellas, quien se dirigió al castillo de noche y en una discusión violenta le
disparó con una pistola de balas de fogueo; luego huyó al pueblo, para
difundir las orgías de éste, prometiendo presentar cargos contra él. Su abogado
le advirtió al marqués el peligro que corría, si lo llevaban a juicio.
Sade tomó conciencia de la precaria
situación. La sociedad lo consideraba culpable y un proscrito. Ni siquiera los
abogados se sentían seguros de defender su inocencia en público. Le había
aterrado el disparo y pensaba que el mundo estaba contra él. No concebía que a
un noble de estirpe antigua pudieran matarlo en sus dominios feudales. Tuvo por
primera vez una crisis de pérdida de identidad; el contacto con la realidad era
tan débil que una vez más apeló en ayuda de la familia política.
En febrero de 1777 recibió la noticia
de la gravedad de su madre. Los marqueses partieron a París. Viajaron separados,
por caminos en mal estado y carruajes que se averiaban. Se enteró que la
madre había muerto hacía tres semanas. El marqués se alojó en casa del antiguo preceptor y la marquesa, en un hotel.
Pese a la noticia, buscó placer en la capital; les escribió a sus amigos y les
pidió que organizaran una buena fiesta, sin decir que se encontraba en París,
aunque no pudo gozar de ella: el 13 de febrero de 1777, en el Hotel de
Dinamarca, Marais se presentó y por fin pudo atrapar al cual perseguía
hacía seis años y medio con una orden de arresto judicial y una orden de
captura real, firmada por Luis XVI. Lo llevaron a la fortaleza de Vincennes,
donde permaneció trece años.
Los marqueses estuvieron cuatros años y medio
sin verse. Ella vivía en una celda de un convento de Carmelitas, ocupándose de
todos los menesteres del prisionero, que cada vez le exigía más en cuestión de
ropa, alimentos especiales y otros caprichos. Sade encargó -apenas fue
arrestado- varios conjuntos elegantes para tener en la prisión: una levita,
cuatro sombreros y cuatro pares de medias de algodón; en otro pedido le pidió
un chaleco y unos pantalones frescos, pero no de lino y otro conjunto con
adornos plateados. También encargó cosméticos, vinos de La Coste , mermeladas, pomada
para las hemorroides, cintas para el pelo, guantes, pantuflas, cuatro kilos de
velas, colonia y chalecos. Eran sorprendentes los encargos para un hombre que
sólo se le permitía salir de su celda unas pocas horas al mes. El calabozo de
la fortaleza estaba rodeado de tres fosos de doce metros de profundidad por
dieciocho de ancho. Las celdas eran lúgubres: apenas entraban unos
débiles rayos de luz.
Pélagie pensaba que estaba en La Bastilla , hasta que
por fin supo que se encontraba allí. Durante diez años abandonó a
sus hijos con el fin de atenderlo; el mayor tenía diez años; el segundo,
ocho y la niña, seis. Estaban a cargo de la abuela.
En las primeras semanas, las largas
misivas expresan el dolor y la ternura; escribe: “en sesenta y cinco días sólo
he respirado aire puro y fresco en cinco ocasiones y no más de una hora; puedo
hablar con el guardia doce minutos al día, cuando. El resto del tiempo lo paso
llorando.”
Luego de los primeros meses de
lamentos y amenazas de suicidio, cobró un tono maníaco, alternando del total
abatimiento a la ira, de las súplicas a las acusaciones brutales y de las
palabras cariñosas a los insultos. A veces se mostraba glacial y la trataba de
“madame”. La suegra personificaba la censura social y la justicia. Del amor que
se tenían no quedó más que cenizas. Sin embargo, ésta se ocupó de obtener un juicio de
apelación para su yerno y de recuperar ciertos escritos y objetos que lo
comprometían como “ciertos artefactos mecánicos que debían enterrarse a cien
metros de profundidad”.
Sade escribía veinte hojas diarias.
Se interesó por la numerología, que se tornó una obsesión, junto a la lectura
de la cábala.
El amor de la marquesa duró diez
años. Sade seguía escribiéndole -pese a los retos e insultos- que le era
imprescindible y sólo se sentía seguro a su lado.
Lo llevaron a Aix a escondidas de su
mujer, para que no pudiera escapar.
El abad murió; las propiedades
debían ser para los marqueses, pero el hermano actuó como si fueran suyos. Se llevó los
muebles, la plata, los caballos y carruajes, incluso los árboles que trasplantó
en Mazan, aunque se negó a pagar los gastos del entierro. Pélagie intentó
recuperar esos bienes pero estaba demasiado complicada con las
encomiendas enviadas cada quince días.
En Aix se lo acusaba de
envenenamiento y de sodomía y, en Marsella, pedían siete años de condena. Pasó
tres semanas en la cárcel de Aix encargando manjares caros para los
prisioneros. Seis días después fue absuelto por los jueces que anularon los
cargos de envenenamiento y solicitaron testimonios sobre la sodomía.
Con grandes sumas de dinero para compensar a las vírgenes y a las
prostitutas de la aventura marsellesa, todas testificaron que “nunca lo
habían visto cometer sodomía”. El 14 de julio lo declararon inocente de todos
los cargos, excepto “los de orgía y libertinaje escandalosos.” Sade tuvo que
pagar la modesta suma de cincuenta libras y se le prohibió visitar o vivir en
Marsella durante tres años.
Creyó que la condena sería anulada y
que sus derechos como ciudadano serían restituidos, recuperando la custodia
legal de los hijos y el control de todas las posesiones. Se llevó una gran sorpresa, cuando Marais lo sacó de la
cama al otro día al alba, para llevarlo de nuevo a Vincennes. Al
preguntarle indignado la causa, el policía le respondió: “también existe la
justicia real”. Luis XVI había firmado una orden de arresto nueve días antes.
Profundamente desalentado viajó con Marais y tres agentes más, pero Sade
se las ingenió para escaparse y perderse en la noche. Los cuatro lo buscaron
dentro de la posada y registraron todos los rincones, pero él pasó la noche en
un campo de trigo; luego dos campesinos lo llevaron a orillas del Ródano y le
buscaron un bote, desde donde partió hacia La Coste. Llegó al
día siguiente temprano; leía, bromeando con
los artesanos, comerciantes y granjeros. Sus tías lo felicitaron y estaban
encantadas con la fuga. La noticia se expandió por toda Provenza. Al
saber que su madre le había escondido la fuga de su marido, tuvieron una
terrible pelea. Pélagie le escribió a La Coste que pensaba ir a Provenza para
encontrarse con él. Su madre la amenazó con arrestarla, si intentaba salir de París.
Se quedó en la capital, pero la tensión entre madre e hija era insostenible;
ella intentaba anular la orden de arresto real contra su marido, mientras el
gobierno se sentía humillado por el fracaso de los policías, frente a la
fuga del prisionero.
UN IDILIO CASTO
Milli vivía a quince kilómetros
de La Coste y
conocía al marqués desde la infancia. Se volvieron a encontrar antes de la boda
de Sade. La amistad creció, cuando el matrimonio se fue a vivir a la fortaleza
familiar. Ambos la querían. Pélagie le rogó que se hiciera cargo del castillo,
en calidad de ama de llaves. Milli era muy fea y muy inteligente; era soltera y
casta; las charlas con el marqués se mezclaban con bromas eruditas, como dos
rivales en un duelo. Tres semanas después del regreso, recibió amenazas; él las
desdeñó, aunque diez días más tarde hubo amenazas mucho más graves. Esta vez se
asustó y se dirigió al pueblo, a pasar la noche; estaba agotado y tenía
los nervios crispados. Un mes más tarde, a las cuatro de la mañana, diez
hombres con espadas y pistolas, lo sujetaron, lo empujaron y Marais se
hizo cargo de apresarlo y devolverlo a la prisión de Vincennes.
Luis XVI lo amonestó por tratar de ese
modo a un noble; le redujo el sueldo y lo obligó a pagar los gastos de la
expedición; el policía murió deshonrado, dos años después.
Recién en septiembre la marquesa se
enteró del arresto. Le escribió a Milli que se encontrara con ella en París.
EL SEÑOR DE LA CELDA 6
Encerrado en la celda real de
Vincennes durante trece años,
perdió contacto con la realidad. Su
estado de ánimo quedó registrado en la correspondencia con su mujer; al principio fueron tierna
y melancólica; con el tiempo se volvió demandante acerca del tema culinario
y hablaba de su incapacidad para cumplir
las órdenes a la perfección, si los paquetes exigidos no eran de su agrado. La
trataba con indiferencia -haciéndola sufrir- cuando alguna de sus exigencias
no lo satisfacían. Los pedidos de comida se tornaron maniáticos: en una
carta exige “quince bizcochos hecho en cierto lugar, de diez de ancho por cinco
de alto, ligeros y delicados”. En otra le pide “el plano arquitectónico del nuevo
Théatre des Italiens, un chaleco pequeño sobre fondo verdes sin ribetes
plateados y un cachorrito de raza setter.
Vástago arruinado de una casta
moribunda, retenido por antojo real en la fortaleza más inexpugnable de
Francia, buscó el dominio marital y ejerció el máximo control. El estado de ánimo y la
sumisión devota de ella era la clásica relación sadomasoquista: la relación
entre dos personalidades completamente opuestas fluctuaba entre el
cariño intenso y el odio brutal o un frío glacial en la correspondencia
de esos años y, para su agonía, la ira y la burla podían estallar
sin previo aviso en sus misivas. La poco agraciada y realista marquesa
ocupaba un sitio de honor en las fantasías sexuales del prisionero. Sus
explicaciones sobre dicho tema y su franqueza era poco común en esa
época y en cualquier clase social; utilizaba palabras que ellos comprendían:
vainilla para sus fantasías eróticas y manilla la clase de masturbación que
practicaba. La tiene al tanto sobre el tiempo que dedica a esas prácticas y si
logra eyacular o el dolor que le provoca, produciéndole
convulsiones o espasmos casi epilépticos. Piensa buscar un médico cuando
lo liberen, pues está convencido de padecer un extraño defecto estructural. “Le
costaba un enorme esfuerzo alcanzar el orgasmo y eyacular. Posiblemente
tuviera una enfermedad venérea benigna, pues el dolor quedó atestiguado
en la primera acusación de su víctima Rose, que habló de “los
gritos fuertes y aterradores”.
Suplicaba ver a su mujer, a cambio de
dos años más de cárcel.
Milli partió de Provenza hacia París
para acompañar a Pélagie durante un tiempo; la vida era monótona: zurcían las
prendas, comían y dormían. Milli le daba
el cariño que su propia familia le
negaba, por culpa de él; Incluso solía criticarla por consentir a su intolerable y exigente trato. La ayudó a presionar sin éxito a los
ministros y a preparar los paquetes enviados cada quince días. Milli se
escribía con el prisionero y lo reprendía por su irritación y sus quejas
injustas sobre los encomiendas.
La celda número seis era más incómoda
y no tenía chimenea. Tres meses más tarde pudo lograr papel y pluma y
tardaría un año en poder dar breves paseos
semanales. Otro noble, también prisionero, escribió “sobre la
espantosa mugre, los alimentos
insalubres y que entre las cinco de la tarde y las once de la mañana no recibían
comida alguna. Sade dejó escrito que “vivían
con la basura y la suciedad hasta el cuello, devorados por piojos, pulgas,
viendo ratones y arañas, mientras los alimentaban como cerdos”. Su obsesión por
los números y la cábala desaparecieron, mientras estuvo en libertad, pero
reaparecieron, cuando lo encarcelaron de nuevo. Se llevaba pésimo con el
carcelero, hijo ilegítimo de un noble, mezquino y resentido con los reclusos.
Año y medio después la relación estaba en el punto crítico y, a causa de
un altercado con su guardián, le anularon los paseos.
Era un padre indiferente, aunque el
concepto familiar era incipiente en esos tiempos. Convencido de cumplir la
condena para salvar el honor de la familia, se interesaba por la salud,
la educación y la apariencia de su
progenie; pedía retratos en miniatura y muestras de la caligrafía de los
varones. Luis, el mayor tenía once años; el segundo nueve; ingresaron
como internos en los alrededores de París
La niña vivió en el campo con una niñera hasta los
siete años; luego la internaron en un
convento. Era muy fea, bizca, tonta y tenía un carácter difícil. No aportaría
en el futuro ninguna dote, pues sus atributos eran nulos. Los niños no
sabían que su padre estaba en prisión.
EL PSICÓPATA Y NARCISITA
Las manías persecutorias son
habituales entre los presos delictivos. Las psiquis humanas están mejor
preparadas para luchar con un entorno exterior hostil y no con las agresiones
de su propio Yo; tienen la ilusión de ser víctimas inocentes. Sade culpaba a su entorno de ser un prisionero. Nunca pensó
que el rey Luis XVI fue el más puritano de los reyes y que la policía se sentía
humillada y enfurecida por sus fugas y deseaba verlo encerrado de por
vida.
Sade sufría de queratitis, una
infección crónica que afecta a la córnea. Fue tratado por oculistas personales
del rey, quienes le recomendaron escribir de noche y no leer a esas horas.
Lo gustaban los platos ligeros con
ausencia de salsas o especies - por sus hemorroides-: la fruta cocida,
buena para la digestión, alterada también por la falta de ejercicios. Era moderado
en el consumo alcohólico; le encantaba
el licor de frutas y las bebidas fuertes. Era sumamente goloso y se
deleitaba con los manjares dulces.
SUS CELOS
Recién el 21 de julio de 1781 pudieron
verse los marqueses; los enviaron a una sala de la planta baja, donde estaba
presente un carcelero. Ella apareció deslumbrante, luego de cuatro años y
medio, con un vestido blanco muy escotado y el cabello rizado a la última moda.
Una semana más tarde recibió una carta donde admití estar furioso por “su atuendo de prostituta y su
coquetería”. Negaba verla de nuevo si se vestía de igual modo. “Debería conservar
su decoro, los colores oscuros, el cuello cubierto por completo y sin rulos, ni
trenzas y con un moño”. Y termina escribiéndole: “no pierdas la virtud y(…)
“soy el padre de tus hijos”. Tal vez disfrutaba de su nuevo papel de marido
celoso y ardiente.
La reacción de Pélagie fue como siempre sumisa. En las siguientes visitas sus celos disminuyeron y, al percatarse que fueron infundados, se disculpó.
La reacción de Pélagie fue como siempre sumisa. En las siguientes visitas sus celos disminuyeron y, al percatarse que fueron infundados, se disculpó.
Le escribió que sólo en tres
ocasiones tuvo relaciones con mujeres casadas. Las mujeres infieles le
resultaban intolerables por las consecuencias funestas que acarreaban.
Pélagie vivía en un convento de
Carmelitas, donde debía participar de los oficios religiosos. Reducía
todos sus gastos a fin de abastecer los gustos excéntricos del prisionero. Él ni
se percataba de sus sacrificios.
Como las monjas construyeron
nuevas celdas tuvo que conformarse con un hueco en la pared del desván y
recibir invitados en la sala común; era irónico pensar que poseían tres castillos, aunque
deteriorados. Pese a todo, ella adoraba el convento. Todo lo sacrificaba con
tal de ver en libertad al marqués. Cada vez veía menos personas. Sade se lo impedía pues
deseaba que se ocupara solamente de sus
caprichos.
El castillo se encontraba en un
estado lamentable; fue saqueado: talaron
árboles, destruyeron el huerto y los árboles frutales; las paredes amenazaban
con derrumbarse; las tejas y el yeso del
techo se caían.
Sade no fue informado hasta luego de ser
liberado de la muerte por viruela
de su bellísima cuñada, que fue una gran pasión en su vida. Su suegra
tardó mucho tiempo en reponerse: era su hija dilecta. En febrero del mismo año,
sacaron a Sade de su celda y lo llevaron a la Bastilla. La prisión
real de Vincennes fue demolida
Sade estaba preso por “libertinaje
excesivo”; debía recibir un trato indulgente y ser puesto en libertad tras dos
o tres años de prisión, pero antes necesitaba mostrar arrepentimiento y,
en caso de ser liberado, explicar cuáles eran sus proyectos. Como no
mostró ninguna clase de arrepentimiento, fue trasladado a la Bastilla , en febrero de
1784, donde hubiera quedado confinado hasta su muerte, si no estallaba la
revolución.
La Bastilla fue construida
en la Edad Media
como fortificación contra los ingleses; era relativamente pequeña:
cabían treinta prisioneros. Cuando él llegó, había sólo trece cautivos. Las
comidas se servían a las siete, a las once y a las seis; el trato era más humano;
podía pasear por los numerosos patios interiores y, con permiso, una vez al día,
por la parte superior de las torres. Tenía muy mala relación con el director,
quien lo acusaba de ser sumamente difícil y violento y que su correspondencia
leída era inaceptable. Recibía frecuentes visitas de su mujer,
quien lo veía varias horas semanalmente
o cada quincena, durante el último año.
Se llevaba bien con el guardián
auxiliar, hombre erudito y progresista; podían hablar de política, literatura y
filosofía. Sirvieron en la misma guerra de los Siete Años; era un verdadero
consuelo.
El marqués no tuteó a su mujer
durante los últimos cinco años y le escribía menos. Ella no cejaba en su empeño
de satisfacer todos sus gustos, mientras él seguía quejándose, pues no
satisfacía como él quería sus peticiones muchas veces imposibles de cumplir.
Comenzaron las fricciones entre la pareja. Antes fueron los celos y ahora
se burlaba de su devoción. A ella le causaba profunda pena las paranoicas
acusaciones de él; solía criticar su redacción prosaica y
los temas de asuntos domésticos que lo aburrían. Una vez, cansada de sus
desprecios, le escribió: ¿Para qué
sirven tus inútiles escritos? Era muy difícil convivir entre el desdén,
el cariño y la ira.
EL NOVELISTA
Su biblioteca tenía más de
seiscientos libros.
Había escrito hasta el momento sus
memorias sobre el último viaje a Italia y obras de teatro; quería ser recordado
por sus cuatro obras como dramaturgo, pero no tuvo éxito.
En 1785 escribió en la Bastilla Los ciento
veinte días de Sodoma, un monumental catálogo de perversiones
sexuales junto a su virulento ateísmo y pesimismo. De haber sido publicada-
nunca hubiera abandonado de la prisión.
En sus novelas, las protagonistas son
femeninas; ofrece un marco narrativo como el Decamerón o Las Mil y
una noches. En medio de las orgías se oye la voz del escritor, que intenta
aclarar sus propósitos. Ningún otro autor escribió vicios tan repugnantes. Era un hombre al borde de la
psicopatía, cuyas fantasías se extra limitaron en la soledad y la furia de su
celda.
No es literatura erótica, a fin de
despertar el deseo sexual en el lector; posee un alto grado de pornografía Acosa al lector, mientras abusa de las
víctimas.
Muchos autores fueron influidos, como
Flaubert, Baudelaire, Apollinaire, Octavio Paz, Buñuel y Pasolini, en los
siglos siguientes. El movimiento surrealista y las obras más macabras también lo tomaron como ejemplo.
Su novela Aline de V… con
pasajes interesantes aunque demasiado
larga, se ajusta a los ideales revolucionarios.
Le agregó notas en tono patriótico,
alabando a los republicanos. Alternaba la ficción con la
pornografía, para ganarse el aplauso social o la necesidad de
escandalizar. No habiendo logrado éxito como dramaturgo virtuoso, buscó lo
obsceno para ganar dinero, pues una vez en libertad pensaba dedicarse a
la literatura.
Pélagie redactó la mayor parte del catálogo de las obras escritas hasta ese
momento: ocho novelas, volúmenes de
cuentos, dieciséis relatos históricos, una edición de su diario en Italia y veinte
obras de teatro. Ella era la
documentalista. Muchas veces él le pide detalles sobre ciudades españolas como Toledo
o Madrid, el nombre y la calle de un hotel o ciertos detalles sobre la moneda
española, o sobre los nobles o si existía la tortura, como en Francia.
Los detalles no siempre son exactos en la investigadora, pues en el paisaje de
África suele haber “lirios, junquillos y tulipanes”.
LOS HIJOS DEL FUTURO
Sade no había visto a sus hijos en
siete años y eran ya adolescentes. Luis,
tenía diecisiete años; era alto y delgado, estudiante responsable y capaz;
debía alistarse en el ejército. Sade suponía que serviría en el mismo
regimiento de elite que él en su juventud. Le escribió una carta paternal,
maldiciéndolo por adelantado, si en el plazo de dos meses no le aseguraba por
escrito que ejecutaría sus deseos. Mostró una autoridad fuera de lugar, dadas
las circunstancias, ya que sólo las familias con una reputación sin tacha
podían tener la esperanza de alistar a sus hijos entre los
Carabineros. Le escribió a su mujer diciéndole que ejercería la autoridad
paternal sobre sus hijos, en el futuro. Era algo inadmisible: quería incluso
asignarles el valet. No aceptaba que se casaran hasta haber cumplido los
26 años. Quería que se instalaran con él en La
Coste , jamás en París.
Pensaba en las perspectivas de boda: deseaba rehabilitarse mediante una
respetable alianza. Cumplía la condena con tal de alcanzar el prestigio
perdido.
Luis fue el preferido, aunque no fue
una relación fácil. Sade cumplió la promesa y no le escribió hasta
después de la revolución por no haberse alistado en el regimiento por él
elegido. En el décimo año de estar preso perdió los
derechos legales de autoridad sobre ellos. La tutela paternal y el control de
las propiedades pasaron a manos de la marquesa y a un tío de ochenta años, el
mismo que le había saqueado una finca veinte años atrás, hermano del
abad.
La abuela, convencida que jamás
dejaría la cárcel, no se metía en sus asuntos. La relación ahora con Pélagie
era cordial. Siguió llorando la muerte de Anne, pero se
preocupaba de los nietos y de rescatar las
cuatro generaciones de linaje patricio heredadas.
Sade fue trasladado a un convento, a
causa de su rebeldía y gritos. A la una
de la madrugada, “desnudo como un gusano” sellaron la puerta de su celda para
proteger sus pertenencias personales y lo condujeron al convento de los
hermanos de caridad, a ocho kilómetros de París.
En ese lugar convivían criminales violentos y dementes. Tras la
toma de la Bastilla ,
la demolición llevó pocos días. Sade perdió los libros, la ropa y sus manuscritos
fueron robados o destruidos.
La fuga de miles de nobles provocó un
aumento del desempleo; muchos campesinos, andrajosos y hambrientos, saquearon
las propiedades privadas; había una pobreza extrema; el comercio
se derrumbó y los impuestos no se recaudaban. El pueblo, enojado por la
suba del pan, un 5 de octubre de 1789 marchó
hacia Versalles, donde obligaron a los reyes a ser trasladados a París, al
palacio de las Tullerías.
Sade seguía en el convento; la
marquesa partió a Normandía; deseaba
liberarse de ciertas responsabilidades y le pidió al abogado de Provenza
que de allí en adelante se ocupara de los intereses del marqués. Comenzó el distanciamiento.
LIBERACIÓN
Para los revolucionarios una de
las prioridades era dejar en libertad todos los presos por orden real.
Sus hijos fueron al manicomio para
informarle de su liberación. Hacía catorce años que no los veía ; el prior lo
dejó pasear por el jardín varias horas y comer juntos. El 1º de abril de
1790, fue puesto en libertad con un abrigo negro, un colchón y una moneda de
oro. Tenía 36 años, cuando ingresó a Vincennes y el día de su
liberación estaba a punto de cumplir 50. Con escaso cabello cano, tan gordo que
apenas podía moverse y sin ropa.
Fue al convento para ver a la
marquesa, quien le mandó decir que no deseaba verlo jamás. Al día siguiente
ella le escribió al abogado, diciéndole
que la separación era la única solución. Había luchado contra el desprecio
social, los chantajes de las víctimas, el rigor de la corte y la justicia, los
campesinos de Provenza y los acreedores. Ahora que estaba libre, ya no se sentía obligada a
ayudarlo. Se tornó muy religiosa, arrepentida de los actos libidinosos pasados.
Al leer Justine, una de las
novelas más obscenas, tal vez se sintió
horrorizada.
Lo disculpó y luchó por él durante
más de un cuarto siglo, pero colmó su paciencia. La salvación de su alma
le interesaba más. A punto d cumplir 50
años se sentía endeble y enferma; apenas podía caminar sola.
Los cambios en ella fueron graduales.
Él los había sentido en las visitas,
provocándole inquietud, pues la necesitaba. Supo que la libertad sería
el fin del matrimonio y la separación. Jamás volvieron a
encontrarse cara a cara.
El acuerdo de divorcio decía que él
le adeudaba 4000 libras anuales, en concepto de intereses de la dote de 100.000 libras,
gastadas durante el matrimonio. Desde ese momento, la correspondencia entre
ellos fue sobre temas económicos: él le pedía dinero y ella le respondía
con dureza por no cumplir el pacto acordado.
Sade les escribió a sus dos tías,
abadesas en diferentes conventos, para contarles las penurias económicas. El
cariño que sentía por ellas lo incitaba a regresar a Provenza, viaje que realizó siete años más tarde.
El magnetismo del marqués se impuso y logró reintegrase en la
sociedad; conoció una divorciada de 40 años, artista dramaturga de la Comédie Française,
que le ofreció un departamento pequeño en la misma calle donde vivía. Disfrutó de un ambiente de actores
conocidos, quienes en pocas semanas lo ayudaron para que sus obras se
leyeran en los teatros.
La
más seria relación después de la marquesa fue Constance, con quien disfrutó una relación estable hasta el fin de sus días;
había sido actriz; era separada y tenía
un hijo de seis años que Sade supo querer.
Escuchaba la lectura de sus obras; era honesta y afectuosa. Los trece años de
prisión lo convirtieron de libertino y vividor en un burgués y tranquilo.
En los años del Gran Terror -1793-
Pélagie y su hija se fueron a Normandía, donde lograron sobrevivir.
Gracias a ella y su incondicional
ayuda su ex marido pasó a la historia como un escritor reconocido. Sin su
apoyo, hubiera sido un libertino más.
UN CIUDADANO ACTIVO
En 1790 la capital se dividió
en ocho zonas geográficas donde cada una contaba con su asamblea legislativa; todos querían participar
de la política nacional. Sade se unió a estas asociaciones, lo cual le permitió
salvar su vida de los peligros contra la nobleza.
El marqués salió de la prisión con el
ánimo fuerte e inquebrantable; sagaz y astuto, se adaptó a los nuevos tiempos,
como ciudadano activo, dedicándose a sobrevivir políticamente, como un buen
republicano, sin utilizar sus títulos.
Lo nombraron escribiente oficial de
su sección, teniendo gran popularidad; solía asumir guardias de
veinticuatro horas, asignadas a los ciudadanos más leales. Actuó como comisario
político y organizó los hospitales. Se le encomendó la tarea elegir los nuevos
nombres de las calles de París.
No estaba de acuerdo con la sangre de
los nobles, derramada en Lyon, en el sur de Francia. Le escribió al abogado:
“Soy antijacobino, adoro al rey, aunque detesto los abusos que cometió la
realeza”. No quiero una asamblea sino dos cámaras, como en Inglaterra. ¿Soy
aristócrata o demócrata? No lo sé”.
UN POCO DE HISTORIA
La fuga fallida del rey y su familia
abrió una nueva página en el desarrollo de la revolución. Al año siguiente,
Francia le declaró la guerra a Austria; Prusia se alió con Austria y los
ejércitos enemigos derrotaron a las tropas francesas, invadiéndolas.
La tensión entre Luis XVI y la
asamblea aumentaba, pues el rey vetaba
todos los decretos. El 10 de agosto, miles de franceses pedían a gritos
la supresión de la monarquía; irrumpieron en las Tullerías, destrozando e incendiando
todo, incluso los símbolos Borbones.
Al día siguiente, la asamblea votó para abolir la realeza, trasladando a la familia real a la prisión
del Temple. Marat, Danton y Robespierre fueron los jefes revolucionarios;
el primero fue asesinado en la bañadera por una jovencita provinciana y los dos
restantes guillotinados. En varias cárceles de París mataron a niños y mujeres
de la aristocracia, entre ellos a la íntima amiga de la reina, la princesa de
Lamballe.
Los hijos del marqués, huyeron a Alemania y todos los fugitivos fueron denominados “enemigos
del rey”, castigando también a los familiares.
La familia política -excepto Pélagie
y su hija - habían emigrado. Debieron suplicar por sus vidas. Fue la única
acción admirable de Sade, quien los ayudó
a sobrevivir, pasando tres meses
en prisión.
El marqués se rodeaba de
carniceros, panaderos y boticarios; llevaba el gorro frigio; entonaba canciones
patrióticas y redactaba las peticiones de los conciudadanos. En la época
del Gran Terror fue elegido secretario de su Sección y también nombrado
comisario político de la caballería y de la reforma hospitalaria de esa
sección. Su informe sobre los hospitales fue bien acogido y enviado a las
cuarenta y ocho secciones de París. Escribió: “estoy libre de toda ambición de
carácter aristocrático y me he entregado en cuerpo y alma a la revolución”. Meses
más tarde fue denominado uno de los jueces de la sección, lo cual le produjo
una gran alegría.
No emitió juicio alguno sobre la
muerte del rey, quien fue rodeado de ochenta mil soldados durante la hora
y media que duró el trayecto desde la prisión hasta la Plaza de la Revolución. El rey
quiso hablar, pero los tambores ahogaron su voz. A las 10.22 A.m. la hoja
de la guillotina cayó sobre su cabeza: los gritos fueron atronadores; bailaban,
mientras gritaban: ¡Viva la república! ¡Viva la libertad! ¡Viva la
igualdad!
María Antonieta muere nueve meses
después. Sade declaró que “el castigo impuesto a la austríaca fue
justo”.
Era más popular con sus escritos que
como dramaturgo profesional; decenas de miles de personas estaban dispuestas a
admirar su voz resonante y su magnética presencia; era un orador oficial, con
aptitudes retóricas y dramáticas, que lo ayudaron a superar durante un tiempo
los riesgos de su linaje noble. Su apogeo coincidió con el ascenso de
Robespierre, donde el Gran Terror estuvo ligado a sus caprichos
políticos.
La dictadura se debía a los graves
peligros que enfrentaba Francia en 1993. Lyon cayó en manos del control
realista y la crisis económica era desesperante.
El miedo a las derrotas militares y
el terror a las conspiraciones monárquicas lo llevaron al
puritano y mojigato Robespierre a imponer medidas más represivas. Durante
los últimos meses de 1793, los prisioneros se triplicaron y pasaron a ser
cuatro mil quinientos. Robespierre se horrorizó de la violencia contra la
religión cristiana; percibió que el sentimiento religioso era profundo entre la
población y que podía escandalizar y perder el poco respaldo de Francia en el
extranjero, a causa de la
Revolución. Dictaminó entonces que el ateísmo era ser
contrarrevolucionario.
Sade era noble, ateo y dos de sus
hijos y familiares políticos habían emigrado, lo que se consideraba un delito.
El 8 de diciembre dos comisarios se presentaron en su domicilio con una orden
de arresto. Tenía cincuenta y tres años y debía permanecer detenido hasta
nueva orden.
Aunque las comodidades eran
diferentes a la Bastilla ,
disfrutó del encarcelamiento por las conversaciones refinadas y eruditas
con otros intelectuales, también prisioneros; había varios actores de la Comédie , militares, el más
célebre arqueólogo francés y un abad. Pero a los ocho días lo trasladaron a
otra cárcel, donde Josephine, la futura emperatriz, estuvo prisionera.
Lo acusaban de haber pedido un cargo
en la Guardia
real de Luis XVI, de mantener correspondencia con nobles, de ser un
hombre inmoral, indigno de la sociedad, un enemigo de la República y de aparentar
ser un patriota religioso, pese a haber
escrito un manifiesto contra Dios. La publicación de su novela Justine
fue declarada abominable; extraño que
hubiera permanecido libre tantos años, Aunque los talentos retóricos y
literatos eran valorados, era extraño que hubiera permanecido libre
tantos años.
Intentó defenderse; incluso alegó que
fue encarcelado por haber contrariado a la corte y al rey. Escribió insultos
contra Luis XVI, renegó de sus orígenes aristocráticos y aseguró que jamás
había frecuentado la corte y que se había dedicado a la agricultura. Afirmó no haber
visto a sus hijos luego de quedar en libertad y
desear el divorcio para poder
casarse con Constance, hija de sastre.
No tuvo éxito; no logró reducir
su condena. En 1794 lo trasladaron una vez más a otra cárcel, en las afueras
del país, que describió como un paraíso terrenal, comparada con las otras tres
prisiones anteriores: tenía buena comida, diarios, un jardín de cuatro
hectáreas con flores, viñedos y árboles frutales; era -según sus propias
palabras- un lugar bonito con una sociedad de elite y mujeres amables.
A Constance le permitieron visitarlo
y llevarle encomiendas quincenales.
Fue un verano muy caluroso, el más
intenso en ese siglo. Se enterraron más de mil trescientos cadáveres en las
zanjas vecinas a la cárcel. Corría la sangre por doquier. Los prisioneros se
quejaron del olor nauseabundo; al echar cal, empeoró la situación.
También instalaron una guillotina y un cementerio en el jardín. Sade se libró de
ella por milagro. En julio de 1794, Robespierre redactó una lista de veintiocho
enemigos del pueblo, antiguos nobles que debían ser juzgados a la mañana
siguiente. Fue uno de los cincos prisioneros que no respondió, cuando
pasaron lista y quedó como ausente. ¿Creyeron que se encontraba en una de las
prisiones anteriores? ¿Sobornó Constance al guardia que
omitió pronunciar su nombre?
Ese mismo día a Robespierre le
tiraron un tiro en la mandíbula y al día siguiente lo guillotinaron.
SU TALENTO LITERARIO
El Directorio, establecido en 1795,
entre moderados republicanos y monárquicos constitucionales, apoyado
por el ejército, también se caracterizó
por la corrupción. Las cosechas del año anterior y de ese año fueron
desastrosas; el invierno fue durísimo: el Sena se congeló y los abastecimientos
de comida y madera fueron interrumpidos; los mendigos morían en las
calles y había largas colas en las panaderías; familias enteras morían de frío: el índice de
suicidas aumentó considerablemente. Los nobles o ricos, que vivían de
rentas privadas, se arruinaron, al confiscarles
las tierras -fuente principal de sus ingresos- La moneda fue desvalorizada.
El hostigamiento del gobierno era
frecuente, pero más moderado que en épocas anteriores. Uno podía ser acosado
tanto por ser monárquico como por ser jacobino.
La madre de Pélagie logró salvar
el bienestar de la mayoría de sus hijos y nietos, consiguiendo ser borrada de la lista
de familia de emigrados. Se condenaron en París ciento sesenta emigrados.
El año de la revolución ciento cincuenta mil personas huyeron de Francia; de
las diez y siete mil que pidieron la amnistía, sólo mil quinientas la
lograron.
El Directorio tenía grandes ventajas,
persiguiendo a los inmigrados, pues confiscaban sus tierras, importante fuente
de ingresos para la nación; el regreso de los emigrados se convertía en una
pesadilla para los compradores.
Constance tuvo que dejar su casa en
París y trasladarse a un pueblo, donde vivía en un departamento modesto.
Sade exigía dinero a su abogado con halagos o insultos, de acuerdo a su
humor. En 1796 se vendió La
Coste y pagaron 79.000 libras, pero la marquesa
apareció para que le pagara lo que le adeudaba. Tuvo que reinvertir el capital
de la venta en la compra de 400 hectáreas en otra región,
aunque se quedó con una cantidad de
dinero suficiente para comprar una casa fuera de París, a nombre de Constance.
Disfrutó de un año de paz rodeado de lujos burgueses. Desde que estaba libre,
se mantenía fuera de toda actividad política, llevando una vida recluida.
Bonaparte entró en escena como
teniente general, a los veintiséis años. Su relación con Josephine, ex amante de Barras, jefe del Directorio, hizo que éste lo apoyara en su campaña contra
Italia.
Desde su puesta en libertad en 1790,
Sade se llevaba muy bien con su hijo mayor. Lo describió en
términos elogiosos diciendo que: “era afable, dinámico, idolatraba el mundo de las artes y que lo veía
a menudo y lo quería mucho.”
De su hija decía que le pareció “tan
estúpida y estrecha de miras como un ganso”.
Su segundo hijo no gozó de
mejor estima; había estado varios años en Malta y luego como
oficial de caballería del zar Alejandro I, en Rusia. No se
escribían. Volcó su sentimiento hacia Luis, con quien tuvo una compleja
relación paterno - filial de amor y odio, como fue la suya con el conde.
Luis era inquieto, temerario y muy
mujeriego, pero su vocación artística era lo que más valoraba su padre. Cuando
regresó del exilio se ganaba la vida como pintor y grabador; además componía
música y comenzó a escribir, pero era volátil, no profundizaba en ninguna
vacación. Su padre se lamentaba. A Luis gustaba el mundo parisino deseando
hacer un buen matrimonio, aunque la reputación de su padre no lo ayudaba.
La joven elegida consideraba que “era hijo de un loco demasiado famoso
(…) cuya depravación rayaba en la atrocidad (…). Rechacé a monsieur Sade, quien
no se sorprendió.”
El rechazo agrió la relación entre
padre e hijo; cuando Luis protegió los intereses de su madre en la
venta de La Coste ,
empeoró la situación. En la primavera de 1797, regresó a Provenza. En otro
viaje intentó vender su propiedad en Arles, sin que la marquesa se enterara,
pero el hijo del abogado saboteó toda oferta.
Sade se consoló con los libros. Su
carrera literaria fue una desilusión.
Una de sus novelas, escrita en la Bastilla , se publicó sin éxito en 1795. Al
año siguiente se publicó en
forma anónima “La
filosofía en el tocador” (novela breve) que, junto con
Los ciento veinte días de Sodoma y Juliette (de 400 páginas) fueron
innovadoras; obras donde la pornografía, la comedia y la política se
entremezclan. La primera consta de siete diálogos empleando la literatura
erótica, donde dos adultos libertinos corrompen a una jovencita virgen con
ganas de aprender: este libro es una utopía de deseo sexual, repleto de
efectos extravagantes y apetitos sensuales y estrafalarias situaciones. No es
ni lúgubre ni agresiva. Según los principios de La Ilustración , la
crueldad es el primer instinto de la naturaleza; es más natural en los salvajes
que en el hombre civilizado. Sade proclama
ideas que en
realidad son contradictorias. Inició la empresa pornográfica de
ese tiempo con una colección de sus libros, profusamente ilustrados con cien
grabados obscenos. Es posible que algunos editores los haya impreso con pocos
ejemplares. “Justine”, fue la más extensa y obscena y la primera en publicarse con un desenlace
diferente.
Juliette -editada
entre 1798, determinó el Sino del marqués. La angustia por la pobreza lo
atenazaba. Los acreedores embargaron los muebles. Tuvo que abandonar la
casa y vivir separado de Constance por falta de medios económicos.
Barras perdió la autoridad y
abandonó el poder dejando el camino libre para la nueva estrella, Napoleón,
quien abogaba por un poder ejecutivo más fuerte. Luego de su desastrosa campaña
en Egipto, abandonó el ejército derrotado, llegó de incógnito y dio
un asombroso golpe de Estado, instituyendo el consulado, donde fue nombrado
primer cónsul. Los franceses ponían toda su esperanza en él, a fin de
restablecer el orden y regenerar la nación. Lo veían como la encarnación de
todos los atributos republicanos. El futuro emperador protegía
la unión familiar y la supremacía del matrimonio en su exagerado
paternalismo mediterráneo.
Fouché, ministro de policía, político
agudo y oportunista, quien con su voto a favor decidió el destino de Luis XVI,
el sádico de Lyon, que hizo matar a más de dos mil personas en pocas semanas,
sabía de la existencia del marqués. Era un pseudo censor riguroso, que ordenó
el cierre de setenta y tres publicaciones de periódicos parisinos. Se
mostraba como un puritano austero, a favor de la reforma moral y en contra de
la corrupción del Directorio. Al mes siguiente de subir al poder
atacó el primer libro pornográfico de Sade, sosteniendo que era el más infame de la década y que únicamente un
espíritu depravado podía haberlo escrito. El marqués negó su autoría, sabiendo
los peligros que corría por las costumbres en ese período, con Napoleón al poder. Fouché
defendió la Iglesia ,
aumentó el poder de la policía y exigió purificar la moral nacional. Pese al
ataque literario, el libro tenía éxito en toda Europa.
A las familias de emigrados se les
bloqueó los ingresos y muchos quedaron en la miseria.
Sade terminó viviendo en el hospital
de Versalles, sin calefacción y alimentándose de pan. Insultaba a su abogado
por traicionero y mezquino; en ocasiones lo adulaba, pero no conseguía
que le girara dinero. Las cartas injuriosas del ex noble terminaron por
cansarlo y él ya no las leía: defendía los derechos de la marquesa y de sus hijos.
Lo encarcelaron otra vez por varias facturas pendientes.
Corría el tiempo de la
República.
Su carrera literaria no marchaba
bien. En 1800, se lanzó otro ataque contra su obra. Ahora, muchos de sus
escritos eran castos; en Reflexiones sobre la novela, con
ingredientes góticos –incestos y muertes violentas en aisladas
fortalezas- carece de escenas eróticas descriptivas: fue de igual modo
censurada. Ningún editor osaba editarlo. Durante cinco años estuvo protegido
por el caos reinante, pero cuando Bonaparte tomó el poder hizo confiscar
muchos de sus manuscritos y lo arrestaron; se llevaron sus papeles,
cuadros y tapices obscenos. La policía también confiscó miles de copias
de Juliette en numerosas imprentas y librerías. Se le impuso un
castigo administrativo con el fin de olvidarlo durante un tiempo en una de las
prisiones de París. “Olvidar” era una costumbre del Consulado. Sade tenía 61
años; desde sus treinta y siete años disfrutó solamente de once años de
libertad. Ni la marquesa ni sus hijos estaban dispuestos a socorrerlo.
Constance era su apoyo.
TEMAS LITERARIOS
Luego de escribir Justine o la
desgracia de la virtud, en 1791, le siguió Juliette, la
hermana mayor de la protagonista anterior, malvada y depravada; es la
historia de escenas de infanticidio y canibalismo, junto a lesbianas agresivas
y mujeres bisexuales. Lo monótono de las orgías a menudo alterna con largas
disertaciones sobre temas que al autor interesaban: la saludable anarquía, el egoísmo
hedonista --como única moral- , la trágica soledad y la falta de contactos
con otros seres humanos más su cínica visión sobre la ley del más fuerte.
Escrita a lo largo de quince años,
contiene párrafos surrealistas, expresando varias ideas nuevas en el
pensamiento occidental. Analizó las tendencias más ocultas, que hoy
denominamos el subconsciente, los impulsos eróticos y destructivos
de amor y odio, que existen en la mayoría de las relaciones humanas: impulsos
arcaicos liberados de la autocensura social.
Un siglo antes de Freud, señaló esos
impulsos opuestos, que se reprimen o satisfacen, según la personalidad
individual. Tomó en cuenta las fuerzas duales de Eros y Tanatos, impulsos
autodestructivos tan intensos como los instintos de sobrevivir.
Un comentarista del S XX lo consideró
la figura más seria en la historia del pensamiento: “porque fue el primero en
comprender la naturaleza ilógica y contradictoria de los vínculos originales de
los hombres”, expresándolo en ideas. Se podría complementar diciendo que -pese
a su aberrante y jamás superada misoginia- fue un profeta en las ideas
andróginas sobre la conducta amorosa.
Defendió –como Platón- que las
relaciones homosexuales eran tan normales como las heterosexuales, alabando la
manera polimorfa de satisfacer sexualmente las necesidades humanas.
Basta pensar en la reacción de los
jacobinos. La prisión donde lo llevaron, en 1801, luego de seis semanas
en el calabozo de la comisaría, era un antiguo convento que hospedaba varios
hombres ilustres, cuyos escritos o conducta Bonaparte no aceptaba. Pasó dos
años allí y no se conservaron cartas de
ese período. Constance lo visitaba varias veces semanalmente; él asistía a un
animado grupo literario entre los prisioneros, donde fue denominado presidente.
Fue acusado de intentar alterar el
orden, desear saciar su corrupción tanto verbal como sexual. Lo trasladaron a
una de las peores prisiones, lugar
sucio y sórdido, mitad hospital, mitad cárcel, sitio para epilépticos, retrasados
y dementes, mezclado con asesinos, ladrones y prostitutas.
Los hijos protestaron el destino de
su padre; pedían una prisión correcta o un manicomio, pues era mejor
pasar por demente que por obsceno. Le inventaron una enfermedad mental:
“demencia libertina”. Finalmente Fouché aceptó y fue llevado a Charenton, el
primer manicomio para problemas mentales. Su director le brindó los años más
tolerables de su existencia; era de la alta burguesía de Borgoña. Se interesó
-pese a continuar con los métodos arcaicos de la camisa de fuerza,
bañeras de agua caliente, dietas, sangrías y purgas- por curas más
psicológicas, mejor trato humano y buena comida. Era un pionero en el campo de
salud mental y le habían otorgado la Legión de Honor, condecoración creada por
Napoleón.
El director tenía graves defectos
físicos; medía menos de un metro veinte, jorobado y patizambo, cabeza muy
grande y ojos saltones, aunque su conversación era de una exquisita cultura.
Como dandi y gran snob, demostraba
interesarse por el voyeurismo en el sexo y el teatro. Congeniaba a las
mil maravillas con el prisionero. Tenía una fascinación por la aristocracia y
el sadismo.
La familia pagaba una cuota
exorbitante de tres mil libras anuales para que tuviera dos habitaciones con
vista al parque, estuviera bien cuidado y tuviera sus muebles y obras de arte,
incluso una cama con dosel y una chaise longue en terciopelo amarillo, cuadros
y miniaturas de su hijo mayor y de su ex cuñada. Tenía una biblioteca con
más de doscientos cincuenta libros clásicos. Paseaba por el jardín,
hablaba con otros pacientes e incluso, cuando le falló la vista, empleó a un
copista y los otros pacientes le leían el diario. Le permitieron que
Constance y su hijo adoptivo se instalaran dentro del ex monasterio
y mantuvieron cierta apariencia de vida familiar. Su enorme egoísmo desaparecía cuando ella se enfermaba.
La cuidaba y seguía atentamente los grados de fiebre que tenía, su tos y otros
síntomas. Era su voluntad legarle todos los bienes terrenales que poseía,
como agradecimiento a su dedicación y por haberlo salvado de la guillotina.
Constance luchaba para lograr su
liberación, aunque familia política
deseaba ardientemente que permaneciera allí.
Al no conseguir una respuesta
favorable a sus peticiones, su mayor consuelo fue la amistad con el
director, quien se enorgullecía de tener un noble a su cargo. Él era conciente del hechizo que ejercía sobre
él. El director intentó encontrar un medio terapéutico para aliviar las
dolencias de los pacientes mediante juegos, conciertos, bailes y comedias,
donde pudieran participar, con el fin de
hacerles olvidar su melancolía o
el origen de su delirio. Le encargó al marqués que supervisara la construcción
del teatro y le dio piedra libre al proyecto; incluía un escenario y un
patio de butacas para trescientas personas. Había también una sección de palcos
reservados para el director y otros
miembros. Constance contaba con un palco de siete asientos. Los pacientes
estaba divididos por sexo y sólo los menos inquietos podía asistir. El marqués
elegía y dirigía las obras, otorgaba los papeles, interpretaba
personajes, se ocupaba de los decorados, del vestuario y de los ensayos.
Eran castas obras de sociedad. Una vez por mes, durante todo el año,
combinando tragedias, comedias o ópera. Podía actuar como apuntador, coser trajes,
reparar decorados, ejercer de acomodador en los estrenos, además de ser el
anfitrión, con su estilo majestuoso, recibiendo al público en la puerta
central. A veces la compañía incluía a profesionales de París. En
ocasiones asistía el alcalde del lugar, el notario, el médico local, el
sacerdote y una cantidad de intelectuales de la alta sociedad francesa; incluso
asistió la reina Hortensia de Holanda, hija adoptiva de Napoleón. Le tout París
acudió durante años -por curiosidad y para conocer los métodos de curar la locura- . Las obras de
teatro eran acompañadas de actividades sociales. La calidad dejaba sorprendidos
al público. Sade cambió; se tornó dócil, respetuoso del protocolo y de las
reglas sociales.
Lo dejaron asistir a la misa de
Pascua en la parroquia, ayudando al sacerdote
recogiendo los donativos y arrodillándose ante el altar, lo cual
indignó a los funcionarios de Bonaparte.
Cuando el director liberal murió, lo
reemplazó un hombre metódico, el cual eliminó los métodos del anterior. El
marqués sería el chivo expiatorio de este nuevo funcionario. Este ser
represivo y moralista terminó con el teatro, las comidas y otros privilegios;
Le confiscó al marqués una cantidad de escritos y el manuscrito de una
novela más atroz que Juliette. A causa de ello, otra vez se volvió
paranoico. Siguieron días grises, con problemas económicos y peleas con
los guardianes y las intrigas inevitables, por falta de café y de
leña. Quedó escrito en los fragmentos de los diarios, en los seis años
que pasó allí; el resto fue destruido por su segundo hijo y la policía.
La relación con ellos era distante.
La hija no se casó nunca; vivía en la mansión de Normandía, sumida en la estupidez. A los treinta
años, el segundo hijo regresó de Rusia; quiso entrar en el ejército de Napoleón,
pero lo rechazaron por ser un emigrado. Se quitó el nombre paterno por su pésima reputación; vivía con su hermana
y su madre.
Su padre quería a su hijo mayor. El
impetuoso y brillante hermano Luis no tenía buena relación ni con su
madre ni con su hermana. Luis inició una carrera literaria prometedora;
en 1805, publicó La Historia
del pueblo francés, pretendiendo escribir todo el pasado de su
país. Los primeros tres volúmenes fueron alabados por su estilo elegante y su
gran erudición. Durante un tiempo mantuvo una buena camaradería intelectual con
su progenitor. Iba a verlo con frecuencia; paseaban por el parque,
le pedía prestado libros y también asistió a ciertos espectáculos montados por
el marqués. Pero el hijo no le perdonaba al padre no haber podido lograr .a causa de él.
un buen casamiento. Una joven con fortuna lo rechazó, pues temía la
herencia del abuelo sobre sus potenciales futuros hijos. Deprimido,
Luis se alistó en el ejército y luchó en muchas guerras napoleónicas,
sufriendo heridas en la batalla de Waterloo.
En cambio, el segundo hijo pudo formar una
boda conveniente, lo que irritó aun más a su hermano mayor. Se casó con
una mujer mayor, muy fea, obesa y bizca. La familia política estaba feliz
de poderla casar. Sade dio su consentimiento para la boda. El matrimonio
resultó muy conveniente. Tuvieron 4 hijos, pese a la avanzada edad
materna.
De los ciento cincuenta mil emigrados
quedaban tres mil sin perdonar, entre ellos la familia Sade. Frente a la derrota del emperador y el nuevo
reinado de los Borbones, los hijos se beneficiarían, ya que heredarían las
propiedades paternas.
En 1809, a los cuarenta y dos
años Luis murió en una emboscada, en el norte de Italia.
Había tenido con su padre una
relación turbulenta, aunque no indiferente. Podían compartir ideas y se tenían
afecto. Sade sentía orgullo por él así como desdeñaba al otro.
Pélanie murió a los 69 años, luego de
estar inválida la última década. No pudo asistir a la boda, porque se
encontraba demasiado enferma. Su hija la sobreviviría 30 años, llevando una
vida piadosa en Normandía.
Sade le escribió a su abogado, luego
de seis años de silencio; le manifestó una profunda nostalgia por su juventud,
Provenza, los huertos y el parque; lo proclamaba el mejor amigo de su infancia.
El 11 de abril de ese año, Napoleón,
vencido en la batalla de Waterloo, abdicó, y Luis XVIII, hermano del rey
depuesto, entró en París. Pero nada cambió para el marqués. Su segundo hijo se
negaba a pagar la deuda de ocho mil francos al hospicio. La relación entre
ambos era nefasta. Sade había vendido la última mansión y se negaba a
darle la parte que le reclamaba.
La relación con Constance también se
resquebrajó. Viajaba durante períodos extensos a París y le hacía escasas
visitas sorpresas. No estuvo en el momento de la muerte del marqués. Nadie le
avisó.
La hija de una lavandera de
diez y siete años -a quien le pagaba 3 francos por cada cita- lo visitaba. Era
sumamente celoso de ella; le hacía prometer que no iría a bailes ni vería a los
amigos de su hermana mayor. Le enseñaba a leer, a escribir y a cantar y en
ocasiones le prestaba libros indecorosos. Cuando era un acto de sodomía lo
marcaba en lápiz con un símbolo especial; otras veces eran simples juegos. Esa
última semana lo visitó y pasó dos horas con él, asegurándole que retornaría el
lunes, pero unos días antes sintió fuertes dolores en el pecho y
el abdomen. Lo trasladaron a una celda más pequeña y le pusieron bajo el
cuidado de un enfermero. El fin de semana empeoró con un asma severa, hipertensión
y un edema grave.
Sade enfrentó su destino con
aceptación. Para él la muerte era un cambio de forma. El sábado empeoró;
respiraba con gran dificultad y a las diez de la noche los jadeos
cesaron.
Pidió que su féretro lo tuvieran
abierto cuarenta y ocho horas -antes de sepultarlo- y no deseaba que abrieran
su cuerpo. Fue lo único su hijo
respetó. Recibió un funeral barato, con misa, velas, sacristán e
incienso -lo que él había prohibido- y se lo enterró en el cementerio del
manicomio, no en el lugar elegido por él. Su hijo no pagó las deudas de
su padre, destruyendo todo documento
peligroso; tampoco le avisó a Constance que Sade estaba enfermo.
Años más tarde el médico del
manicomio se llevó el cráneo con el fin
de efectuar estudios frenológico, del cual dejó el siguiente informe: buena
voluntad, no agresivo; no presentaba una distancia exagerada entre los
mastoides. En síntesis su cráneo pudo haber sido el de un padre de la Iglesia.
CONCLUSIÓN
El sadismo formó parte del léxico
francés para calificar escritos perversos y antisociales. Después de
Napoleón, subió al trono Luis XVIII, hermano del rey decapitado; le siguó por
breves tiempo Carlos X y luego,
también muy brevemente Luis Felipe, más permisivo. Entonces se pudieron editar sus novelas eróticas.
Justine fue bien recibida por los intelectuales de Francia y de
otros países. Esa época representó la cúspide del Romanticismo. Tanto
Byron como Sade fueron dos fuentes de inspiración moderna.
Flaubert intentaba leerlo a sus diez
y ocho años, mientras Goncourt sostenía que Juliette “era una
enfermedad digna de estudiarse”. Baudelaire afirmó se debe recurrir a ese
escritor a fin de comprender la maldad del hombre en su estado natural.
Swinburne y Blake lo elogiaron e igualmente los partidarios del
decadentismo.
Sin embargo, quienes rehabilitaron su
figura fueron los psiquiatras alemanes. Sus aberraciones formaban parte de una
enfermedad para estudiar, desde el punto de vista científico. En ese país
las obras más escandalosas se conservaron para la posteridad.
Los ciento veinte días de Sodoma quedó
en la familia de otro noble, durante tres generaciones; pasó más tarde a
manos de un bibliófilo alemán, donde se editaría en 1904, con una edición
de ciento ochenta ejemplares. Hasta el Siglo XX permaneció desconocido, salvo para algunos libreros especializados
en el tema. Aumentaron su venta La filosofía en el tocador, las
novelas Justine y Juliette entre los
intelectuales franceses surrealistas. El olvidado autor del S XIX
dominará el S XX. Apollinaire se ocupó de materializar su obra pero murió,
herido en la guerra, a los treinta ocho años. Heine, que tenía amigos
surrealistas, siguió ocupándose de: “el divino marqués”; a Dalí y
Buñuel, que pertenecieron al movimiento del Surrealismo, les
atrajo su libertad política y sexual, su anarquía a la tradición,
al estado, a lo familiar y a lo
religioso, pese a ser el un noble
descendiente de San Luis y de una aristocracia muy antigua.
“Pocos hombres fueron más reacios en
reconocer el motivo gordiano del individuo, en reprimir el instinto y cambiarlo
para poder vivir en comunidad, pese a las limitaciones y la desdicha que
provocan”. (Freud)
Lujurioso y nihilista, pretendió
un placer erótico continuo. Deseaba alcanzar el orgasmo más desatinado y
los escenificaba, como un coreógrafo en escenas barrocas. Toda su vida estuvo
atormentada por su conflicto de impotencia y sus sueños de omnipotencia. Llegó
al límite de la psicosis, sin aceptar escribir sin tabúes, a fin de reflejar el
impulso primario del hombre, que los neuróticos aceptan con humildad. En sus
últimos años le escribió a su abogado:”no soy feliz, pero estoy
bien.”
Tal vez logró aceptar la triste
realidad, entre los dos polos opuestos, entre el gozo de la satisfacción primaria
y la clara aceptación de la represión.
Fue, no cabe la menor duda, uno de
los rebeldes más grandes del modernismo.
Bibliografía: Francine du Plessix
Gray, MARQUÉS DE SADE, una vida, editorial Vergara. (Las citas provienen
de la obra del Marqués de Sade). (Adaptación de Cristina Bosch)
No hay comentarios:
Publicar un comentario