Cuando un hombre pierde su instinto salvaje y lo reencuentra, pugnará por conservarlo, ya que crece su vida creativa, sus relaciones adquieren otros significado y sus ciclos lúdicos e intuitivos se restablecen. No se encierra en un esquema mental o una relación excesivamente restringida. Por el contrario, reafirma su relación con la naturaleza, adquiere una mayor observación interna y su existencia vibrante alimenta su vida interior.
Convertirse en un ser salvaje es vivir una vida natural auténtica, aunque al borde de los límites. Ser normal es no aventurarse, no revelarse y, al no reaccionar, derrumbarse por su misma ansiedad.
Un ser salvaje está colmado, lleno de fuerza vital, consciente de su territorio. Un ser, en cambio, que ha perdido su impulso salvaje, se debilita; posee un carácter fantasmal, siendo incapaz de dar el salto; su existencia queda estancada sin que su psique inunde su delta.
Un ser salvaje es poseer dignidad y conciencia de uno mismo. Recordemos que lo salvaje es lo artístico, lo instintivo, los amores profundos y pasionales, es poder estremecerse frente a lo instintivo y a sus propios sentimientos.
No poder indagar equivale a tener los instintos dañados, ser incapaz de manifestar sus emociones. Tenemos derecho a luchar por conservar nuestra naturaleza indómita y, si no lo logramos, apareceremos averiados.
Cuando uno se relaciona con la naturaleza y se distancia de los demás, aprende a tolerar cada vez menos las superficialidades ajenas. Uno se siente más seguro de sí, puede separar pensamiento de sentimiento, reaccionará y verá con suma claridad.