Apolo
y, esa dupla artística nos despierta la idea del antagonismo, desde el
origen hasta el fin del mundo griego, entre el arte plástico y el arte
desprovisto de formas, lleno de música, denominado dionisiaco .Estos dos
instintos desiguales dominan parejos en una guerra declarada y se excitan
mutuamente en creaciones nuevas, cada vez más categóricas, con el fin de perpetuar
Ese antagonismo, que el arte enmascara hasta que por un admirable acto metafísico de la voluntad helénica aparecen acoplados, engendrando una obra apolínea y dionisíaca en la tragedia griega.
Los griegos, bajo la figura central de Apolo, representaron el deseo feliz del ensueño. Apolo, como dios de todas las facultades creadoras de formas, es además el dios adivinador de Delphos. Y es, desde su origen, la apariencia de lo bello, el dios de la luz, de las artes y de la creación. Su mirada radiante es el reflejo sagrado de la belleza que nunca debía desaparecer. Es la imagen divina y esplendorosa, en cuyo gesto descubrimos la alegría y la sabiduría de la “apariencia”, al mismo tiempo que su radiante belleza.
Un espantoso horror sobrecoge al hombre, turbado repentinamente, cuando se equivoca en las formas del conocimiento. Si a este horror le agregamos el éxtasis, comprenderemos el estado dionisíaco por analogía a la embriaguez. Gracias al poder del vino o por la fuerza avasalladora de la primavera se despierta la exaltación, que arrastra en su ímpetu a todo hombre subjetivo, hasta sumergirlo en un completo olvido de sí mismo.
En Alemania, en el Medioevo, bajo el soplo de este poder dionisíaco, la gente cantaba y danzaba de plaza en plaza y en las danzas reconocemos los coros báquicos de los griegos, cuyo origen se remonta a través de toda Asia Menos hasta Babilonia y las orgías sacras. Es el huracán de la vida ardiente de los ensueños de Dionisio. Y, bajo el encanto de su magia, se renueva la alianza del hombre con el hombre: la naturaleza enemiga o sometida, celebra también su reconciliación con el individuo. EL carro del dios desaparece bajo flores y coronas. El esclavo es libre; caen las barreras rígidas y hostiles que la pobreza levanta entre los hombres y, por la armonía universal, cada cual se siente integrado, reconciliado antela Unidad primordial. Con el canto y la danza, el
ser humano cree pertenecer a una comunidad superior; se olvida de andar y de
hablar y está a punto de volar danzando. Sus gestos revelan beatitud; su voz
parece sobrenatural; se siente divino; su actitud es noble y llena de éxtasis.
El hombre ya no es un artista sino una obra de arte en sí mismo y su poder
estético de la naturaleza se revela bajo el estremecimiento de la embriaguez.
Ese antagonismo, que el arte enmascara hasta que por un admirable acto metafísico de la voluntad helénica aparecen acoplados, engendrando una obra apolínea y dionisíaca en la tragedia griega.
Los griegos, bajo la figura central de Apolo, representaron el deseo feliz del ensueño. Apolo, como dios de todas las facultades creadoras de formas, es además el dios adivinador de Delphos. Y es, desde su origen, la apariencia de lo bello, el dios de la luz, de las artes y de la creación. Su mirada radiante es el reflejo sagrado de la belleza que nunca debía desaparecer. Es la imagen divina y esplendorosa, en cuyo gesto descubrimos la alegría y la sabiduría de la “apariencia”, al mismo tiempo que su radiante belleza.
Un espantoso horror sobrecoge al hombre, turbado repentinamente, cuando se equivoca en las formas del conocimiento. Si a este horror le agregamos el éxtasis, comprenderemos el estado dionisíaco por analogía a la embriaguez. Gracias al poder del vino o por la fuerza avasalladora de la primavera se despierta la exaltación, que arrastra en su ímpetu a todo hombre subjetivo, hasta sumergirlo en un completo olvido de sí mismo.
En Alemania, en el Medioevo, bajo el soplo de este poder dionisíaco, la gente cantaba y danzaba de plaza en plaza y en las danzas reconocemos los coros báquicos de los griegos, cuyo origen se remonta a través de toda Asia Menos hasta Babilonia y las orgías sacras. Es el huracán de la vida ardiente de los ensueños de Dionisio. Y, bajo el encanto de su magia, se renueva la alianza del hombre con el hombre: la naturaleza enemiga o sometida, celebra también su reconciliación con el individuo. EL carro del dios desaparece bajo flores y coronas. El esclavo es libre; caen las barreras rígidas y hostiles que la pobreza levanta entre los hombres y, por la armonía universal, cada cual se siente integrado, reconciliado ante
Bibliografía.
Nietzsche, Fredrich .EL ORIGEN DE LA
TRAGEDIA , Editorial Andrómeda, año 2003, páginas 11-28