viernes, 19 de septiembre de 2014

EL ECO


Recreando a Borges en  sus "Inquisiciones" (1986)
Prólogo 

En Genio y Figura de Jorge Luís Borges, Alicia Jurado sostiene que INQUISICIONES es un libro de ensayos breves; Borges los denomina “mi prosa desganada de enviones cortos” y afirma que “fue una ejecución de mis 25 años, una haraganería aplicada a las letras. Yo no sé si hay literatura, pero sé que el barajar esa disciplina posible fue una urgencia de mi ser “.
Alicia Jurado afirma que los temas de estos primeros ensayos son casi sin excepción literarios; nos habla de Quevedo, Valery, Wilde, el Quijote, Pascal y otros; están escritos con originalidad, entusiasmo y no “poca pedantería”, aunque a los veinticinco años, el entusiasmo y la pedantería son atributos normales. (Páginas 44-45).
Pero su genio ya está plasmado en esta obra, donde de los insignificantes llega a lo universal, malogrado quizá por la enorme cantidad de datos eruditos y conexiones filosóficas, que los convierte en un juego literario, que muchas veces fatiga y nos obliga a abandonar su lectura. 
Uno de los temas esenciales y preferidos de Borges es el tiempo; el autor lo ve como lo más vital de la metafísica; lo discute desde diversos puntos de vista: son todas hipótesis sobre ese misterio que tanto lo apasiona. Sus ensayos así lo atestiguan. Existe en ellos y en sus poemas una inclinación que va de lo particular a lo general, de lo local a las ideas universales, de los sitios porteños a la literatura mundial y a los sentimientos perdurables.
Es difícil discutir su estilo; su prosa con el tiempo evoluciona hacia un estilo conciso y riguroso  que maravilla por su economía verbal. El placer de leerlo es completo; es auditivo; no tiene una sola cacofonía, una repetición superflua, una asonante interna ni una cadencia trunca; los sintagmas fluyen, deslizándose sin escombros que molesten, con su música literaria intacta. Ha alcanzado con plenitud aquel ínfimo deseo suyo de lograr “no la sencillez, que no dice nada, sino la modesta y secreta complejidad”. Es un intelectual y un estético en perfecto equilibrio y en su justa dosis. Sábato admite que “ha creado en nuestro idioma un paradigma de precisión lingüística, de economía, elegancia y majestad estatuaria”. Su nombre y su obra se han convertido en un símbolo universal de arte, inteligencia y belleza” (ídem, p.137)
Este estilo, sin embargo, no germinó de improviso; fue limando asperezas, eliminando rasgos tal vez agresivos y aún barrocos. En INQUISICIONES encontramos un idioma de prosa saturado de una erudición a flor de piel con amalgamientos que, sin ser absolutamente incomprensibles, detienen al lector e interceptan el curso natural de las secuencias. Su erudición de joven literario  enloquece hasta al lector culto e inteligente. Admitió lo siguiente: "Yo mismo me disfracé de gran escritor clásico español  latinizante del S XVII y esta impostura fracasó”.
Mucha gente conoce a Borges; lo detiene, lo saluda, aunque  jamás  hayan leído una línea suya. Con él -admite Anderson Imbert- ocurre un fenómeno extraño; un hombre en cuyas manos la literatura es un juego que le permitió transitar los más encontrados caminos filosóficos, las más disparatadas teorías e hipótesis a través de páginas perfectas, dándole a su obra la relativa importancia que un relojero puede sentir hacia un cronómetro que  armó y que funciona bien. (Ídem, p.32).
Sin tener nada de fácil ni su prosa ni su poesía, siendo sus libros comprados por muchos, aunque leídos por pocos y comprendidos por menos, logró en su país y en el extranjero trascender los límites de la literatura, a fin de transformarse en un mito. Una serie de acontecimientos alimentan ese mito; su ceguera, la edad, su soledad, su rígida figura estática, su digna posición de semi-héroe o de adusto prócer, sus opiniones rígidas e intransigentes. Pero -insisto- pocos lo leen y menos aun lo comprenden.
Por lo mismo, me he tomado el atrevimiento de recrear algunas de  sus INQUISICIONES, obviando los datos que incomodan, dejando que surja lo mejor, lo esencial de lo que quiso decir, sin esa pedantería juvenil y con toda su relevante originalidad.
A él, pues, dedico estos ecos de su obra, que le pertenecen por completo, ya que si Borges no los hubiera escrito, esta otra obra no habría visto la luz.

DE ALGUIEN A NADIE
(ENSAYO XI)

En los primeros siglos ciertos teólogos se interesaron en el prefijo "omnia", anteriormente reservado a Júpiter o a la naturaleza; se propagan los conceptos omnipotentes y otros  bosquejan someramente un Dios respetuoso, pleno de superlativos inimaginables. Esta nómina de la impresión de restringir la divinidad.
 En el S X SV ningún epíteto era conveniente para definir a su Majestad. Nada debía afirmarse; todo podía negarse. Surge igualmente una doctrina panteísta; "las entes particulares son revelaciones de lo divino, porque detrás de todo se esconde Dios; lo único real, aunque no se sabe qué es, pues es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia". Es más que sabio, más que bueno; excede y rechaza todo atributo. Dios sería la nada, el abismo donde fueron engendrados los arquetipos y luego los objetos reales. Ser nada es superior a ser un quien.
Por curiosa analogía, alguien afirmó en su doctrina que los hombres en su sueño más profundo son el universo o Dios. Las alabanzas-hasta llegar a la nada- se suceden en  otro culto. 
Para Coleridge -romántico inglés- no era un hombre sino una variación literaria del infinito . Su persona fue una naturaleza, pero lo universal se hallaba potencialmente en su particularidad, como una sustancia capaz de modificaciones infinitas, si bien su existencia individual fuera una sola. Similar a todos los hombres que en potencia podrían ser.
Víctor Hugo lo igualó a los océanos, como un almácigo de formas posibles, ser algo, ser una substancia es no ser todas las otras. Lo hombres imaginaron que no ser es superior a ser algo que , en cierto modo, es ser todo.
Schopenhauer sostenía que la historia es un perplejo sueño de toda la generación humana; sueños con formas que se repiten quizá porque existe las formas.

Blas PASCAL
(Ensayo III)
Mientras algunos afirman que “los pensamientos de Pascal sirven para pensar, Borges sostiene que todo existe en el universo como estímulo del pensamiento, pero que jamás vio en esos memorables incentivos una contribución a los problemas reales.
Lo ve como un poeta perdido en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, pues si futuro y pasado son infinitos no existe el cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de los infinitesimal, tampoco existe un dónde.
Pascal desdeña a Copérnico, aunque su obra refleje el vértigo de un teólogo extraviado en medio del universo. La infinidad atemoriza a Pascal, quien busca desesperadamente a Dios. Lo encuentra, pese a que la manifestación de este encuentro es menos patética que su propia soledad. Tenemos dos ejemplos cabales de su desolación; a) “cuántos reinos nos ignoran”;  b) “la infinita inmensidad de espacios que ignoro y que me ignoran”.
Su definición sobre la naturaleza es la misma que la atribuida a Platón y en el Renacimiento, a Rabelais: ”el espacio es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”
Fue uno de los hombres más patéticos de la historia; esta afirmación nos los confirma: “moriremos solos”. 
No pudiendo alcanzar jamás la altura de los místicos, suponía en el cielo era un premio a nuestros esfuerzos y el infierno, en oposición, el castigo. No le interesaba tanto Dios como la impugnación de quienes osaban negarlo. Tal vez solamente se ocupó del incrédulo, como de esa oveja negra y descarriada que cita el Evangelio y que se le atribuye a una de las parábolas de Cristo: "Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.”
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EL QUIJOTE Y SUS MAGIAS PARCIALES
(Ensayo V)


El Quijote contrapone a su universo prosaico al cosmos poético e ideal  su universo prosaico; toma lo real y lo poético como opuestos, insinuando lo sobrenatural en forma sutil,  oponiéndose con sus “polvoriento caminos y sus sórdidos mesones castellanos”. 
Crea la poesía española de fines del Siglo de Oro, sin percibir aquel siglo ni aquella España como divinamente poéticos.
Cervantes ama lo sobrenatural; este amor se nutre de las novelas eglógicas y de las de Caballería, que pululaban sin agotarse todavía; se mueve  entre adustos caballeros y románticos cautiverios, ya que -en suma- el Quijote no es un contraataque pastoril sino un oculto y secreto adiós melancólico a esas novelas tan celebradas.
La obra posee un plan ideal,  lo cual tiende a con
fundir lo objetivo de los subjetivo. Es un juego de extrañas ambigüedades, donde los mismos personajes inventados son a la vez lectores de sí mismos. Sin embargo, no preocupa que el Quijote sea lector de la novela cervantina, ya que si él puede ser espectador, nosotros a su vez bien podemos ser en un todo meramente ficticios. Borges admite que la historia universal “es un infinito libro sagrado donde todos los hombres escriben y leen y tratan de entender y en el que también escriben”.
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 EL INDIVIDUALISMO

Todos somos en el fondo nacionalistas. En el siglo I de nuestra era, Plutarco se burlaba de quienes declaraban con inmenso orgullo "que la luna de Atenas era mejor que la luna de Corinto".
En pleno siglo XIX, Milton sostenía que "Dios tenía el hábito de revelarse antes a los ingleses". Fichte, mientras tanto, afirmaba que "tener carácter y ser alemán era una sola y la misma cosa".
En nuestro país, el patriotismo pulula, fomentando los mejores rasgos argentinos, definiéndolos con acontecimientos exteriores, como la Conquista Española, nuestra tremenda Tradición Católica o el Imperialismo Sajón.
La Argentina, en oposición a los Estados Unidos de Norteamérica y a Europa, no se identifica con el Estado: Patriotismo y Estado no significan lo mismo -quizás a causa de los paupérrimos gobiernos que debimos soportar o tal vez porque el concepto de Estado es todavía para nosotros una abstracción-. Argentino, aquí, significa individuo, jamás ciudadano.
Si Hegel resucitara y nos diría que "el Estado es la realidad de la idea moral" nos parecería una broma siniestra: para los argentinos, la amistad es una pasión y la policía, una mafia canallesca.
El mundo -lo dice Borges- para el europeo es un cosmos en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino es el caos. 
El europeo o el norteamericano juzgan que un libro es bueno, si ha merecido un premio; para nosotros, quizá no sea malo, a pesar del premio obtenido.
El héroe argentino es un individuo, un ser solitario (Martín Fierro,  Moreira o Don Segundo Sombra). Ninguna otra literatura registra casos similares. Tomemos al azar dos ejemplos: Kipling y Kafka, nada tienen en común; no obstante, el tema del primero es la reivindicación del orden, mientras el segundo nos describe la insoportable y trágica soledad del que está desprovisto de un lugar, aunque humilde, en el orden universal.
Me interrogo sobre la abstracta posibilidad de un partido que poseyera una cierta similitud con nuestros ciudadanos, partido que pudiera ofrecernos una mínima mesura de gobierno.
Estas cualidades señaladas no son ni negativas ni anárquicas; no gozan de ninguna explicación posible. Por el contrario, es una de las más urticantes complicaciones de nuestra era.
Proféticamente, Spencer señaló que sería lenta pero gradual la intromisión del Estado en los actos del hombre, en pugna contra el nacionalismo. Nuestro propio individualismo, tal vez torpe e ineficiente como inservible y nocivo. en nuestra actualidad, quizá encuentre justificación algún lejano día.
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LA ESFERA DE PASCAL

En el siglo VI A.C, Jenófanes de Colofón, harto de los versos líricos  castigó a los poetas que les atribuyeron formas humanas a los dioses del Olimpo y propuso a los griegos un solo Dios, cuyo símbolo sería la esfera eterna.
Platón admite que la esfera es la figura geométrica más perfecta y uniforme, pues todos los puntos de la superficie equidistan del centro a fin de  representar a la Divinidad.
Parménide
s repite la imagen: "el Ser es semejante a una esfera "(...)", y, en nuestro siglo,  un autor nos habla de: "una esfera infinita y creciente, en un sentido dinámico".
Y así, la historia universal continuó su curso; los dioses casi humanos de Jenófanes fueron rebajados a ficciones poéticas. Otro griego, a fines del siglo, descubre una fórmula que será imposible olvidar: "Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna".
Los presocráticos nos hablan de una esfera sin fin; la imagen reaparece en el célebre y simbólico "Romain de la Rose" (atribuido a Platón) y en pleno Renacimiento Rabelais se refiere a "esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, la cual   denominamos Dios".
Para la mente medieval, el sentido es claro: "Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna lo limita". "El cielo de los cielos no te contiene", dijo Salomón.
Dante sigue el sistema de Ptolomeo en su "Divina Comedia" que durante 1.400 años rigió la fantasía de la humanidad: la tierra ocupaba el centro del universo, siendo una esfera inmóvil en torno a la cual giraban nueve esferas concéntricas; siete de ellas eran los cielos planetarios: el cielo de Marte y de Mercurio y así sucesivamente hasta la octava, que era el cielo de las estrellas fijas, y la novena, el cielo cristalino o Motor Inmóvil, a quien rodeaba el Empíreo, hecho todo de luz lumínica. Este sistema era una necesidad mental.
Copérnico modifica la visión del mundo, dando por tierra con el sistema de Ptolomeo, lo que para muchos fue una real liberación. Afirmó en "La cena de las cenizas" que el universo es el efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está próxima "pues está dentro de nosotros". Mantenía que "el centro del universo estaba en todas partes y la circunferencia en ninguno".
Siete siglos después, los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos no habría un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habría un dónde.
En el Renacimiento, el hombre creyó haber alcanzado la madurez; en el siglo XVIII se acobardó; tuvo la sensación de haberse vuelto anciano; le echó la culpa a Adán sólo con la intención de justificarse. La vida se tornó más breve; Matusalén vivió más tiempo; estuvo en este mundo 979 años, siendo  además un gigante.
Un tal inglés, llamado South, definió a Aristóteles como los escombros de Adán, y a Atenas, la única posible de ser comparada con los andamios del Edén.
El espacio pasó a ser una liberación sin tantas reglas; sin embargo, para Pascal, fue un negro laberinto y un abismo sin salida. No amaba el universo y hubiera deseado adorar a Dios, pero Dios era menos real para él que este despreciable mundo. Deploró durante toda su existencia que los cielos no le hubieran hablado y comparó a los hombres como meros náufragos en una desierta isla.
Tuvo miedo, vértigo y soledad, y tornó a hablar de "la circunferencia como una esfera espantosa o infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna".
Quizá entonces, la historia universal es la historia de una diferente entonación de algunas de sus metáforas.
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La Flor de Coleridge            
Ensayo VIII

En 1938 Paul Valéry admitió que “la historia de la literatura debería ser la historia del
espíritu: podría llevarse a término “sin mencionar un solo escritor”.
Veinte años antes Shelley dictaminó que ”todos los poemas del pasado, presente y futuro son fragmentos de un solo poema infinito”. Aquí nos ocuparemos de una idea a través de tres escritores.
Coleridge dice literalmente: ”si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor, como prueba de haber estado allí y, al despertar, encontrara esa flor en su mano: ¿Qué sucedería?”
El segundo texto pertenece a un novela del S XIX, reescrita años después. Su protagonista viaja  al futuro. Regresa rendido con polvo y maltratado. Retorna desde una  humanidad dividida en variedades que se abominan, habitando palacios y devastados jardines; está encanecido y trae del futuro una flor marchita, -más increíble que la flor del cielo de Coleridge-.
La tercera versión pertenece a a Henry James en una novela fantástica inconclusa. Esta vez el protagonista viaja al futuro en un inimaginable vehículo que avanza y retroceda en el tiempo.
Regresa al S XVIII y ya no retorna con una flor divina ni con una flor futura sino viéndose retratado en dicho siglo; fascinado con el experimento se traslada a la fecha de ejecución y se encuentra con el pintor, en el momento que pinta la tela con cierta aversión, pues intuye una anomalía en esos rasgos del porvenir: sería el famoso “regreso al infinito:” El motivo del viaje sería solo una de las consecuencias del trayecto.
Wells ciertamente conocía el texto de Coleridge y James admiraba el texto de Wells.
Si todos los autores somos un mismo autor, la literatura es y seguirá siendo lo esencial.
La originalidad entonces no tendría cabida.

OSCAR WILDE
(Ensayo IV)

Oscar Wilde fue un dandi poeta, un caballero con metáforas. Su obra  evoca la noción del arte como un juego selecto y secreto. 
Fue a su manera, un Simbolista. En 1881 se dirige a los estetas y  diez años después a los decadentes. En verso o prosa, su sintaxis fue siempre perfecta, accesible incluso a los extranjeros. 
En una tarde de lluvia se puede empezar y concluir sin demasiadas dificultades un texto,  siendo su métrica (o aparentando ser) espontánea.  No contiene un solo verso experimental. Pareciera ser de una técnica insignificante, que sólo nos habla de una genialidad  intrínseca.
Si su estilo correspondiera a su gloria, sería similar  a meros artificios de índole adjetiva; se puede perfectamente prescindir de ellos. Leyéndolo, -Borges admite-  casi siempre tiene razón; no solamente es elocuente sino también lógico; cuando así lo desea, puede  también ser perspicaz y observador.
Fue acusado de ejercer una suerte de arte combinatoria; quizá la ejerció en algunas de sus bromas, cuando afirma “unos de esos rostros británicos que, vistos una vez, siempre se olvidan”  o cuando afirma que “que todos los hombres matan la cosa que aman” o “ que arrepentirse de un acto es modificar el pasado”, o “no hay hombre que no sea, en cada momento, lo que ha sido y lo que será”. Fue un auténtico hombre del S XIX con un dejo   Simbolista: hábil y diestro, un clásico en suma.
Le cedió a su siglo lo que el siglo le exigía; comedias melodramáticas junto a sus arabescos verbales y todo elaborado con una negligente despreocupación -tal como Mozart o La Fontaine- pero señalando que en realidad es un “descuido que nos da cuidado, como bien advertía Quevedo. 
Su perfección lo perjudicó. Fue una obra tan armoniosa que casi resulta baladí pero sería inimaginable el cosmos sin sus delicados epigramas.
Paradójicamente su nombre está relacionado con el puritanismo, mientras su gloria se vincula a su condena y  prisión. 
El sabor, el aroma de su obra es la felicidad. Pese a sus malos hábitos y desdichas, Oscar Wilde conserva una invulnerable inocencia. Puede prescindir del aplauso de la crítica y de la aprobación del lector, porque el placer que nos proporciona siempre su compañía es irresistible y constante.
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EL ENIGMA DE QUEVEDO
(Ensayo I )
Uno de los enigmas más curiosos que persisten en la literatura es la poca suerte que le ha tocado a Quevedo. Su falta de ubicación entre los nombres ilustres, en la historia de la literatura . La causa -según Borges- reside en no haber sido un sentimental,-ni siquiera un desborde de sentimiento - en su magna obra; no nos dejó tampoco una impronta en esta a veces ocasionalmente injusta literatura universal. No hubo hipérboles de ternura; por ende, no habrá gloria eterna.
No obstante, Quevedo no fue inferior a otros autores, aunque no poseyó un símbolo que lo representara: Homero tuvo el "areté" de Príamo, besándole las manos a Aquiles, el asesino de su hijo Héctor; Sófocles, el más patético descifrador de enigmas, en la figura de Edipo hubo de adivinar el horror de su propio origen; Cervantes, el hidalgo don Quijote y el terrestre Sancho Panza; Dante, sus nueve círculos, las Rosa de los Justos y el Empíreo, y Kafka, el magisterio de sus laberintos. No existe un escritor de fama universal sin un símbolo objetivo y eterno.
Quevedo es y fue un auténtico literato; nadie, con vocación literaria se permitirá el lujo de no admirarlo y, sin embargo, no fue ni un político ni un filósofo ni tan siquiera un teólogo.
Para él, la transmigración de las almas era una “simple bobería” y a los gnósticos los apodaba sin respeto alguno “inventores de disparates”. A Dios, el Rey de los judíos, y a su gobierno lo tildaba de “un sistema completo acertado y conveniente,” y a sus parábolas las veía como símbolos secretos, que un político debía resolver. He aquí dos claros ejemplos: a) en la parábola de “La samaritana” descifra que los tributos reales deberían ser más leves y b) en la de los “Panes y los peces, que el rey debería percibir las necesidades de los afligidos. Nos asombra su método y la trivialidad de sus propias conclusiones, pero se salva bajo la dignidad de su lenguaje y de su talento.
Ha frecuentado varios estilos y todos con la facilidad del que nada le cuesta; el estilo aparentemente coloquial en EL BUSCÓN; un estilo desenfrenado que jamás peca de ilógico le sigue en LA HORA DE TODOS; se divirtió también con la poesía erótica que -si la consideramos como meros ejercicios petrarquistas- son admirables, aunque distanciado de este fin no nos satisfagan.
En el gran ámbito de su lírica abarca desde los sonetos reflexivos, en los cuales se aproxima un tanto a Wordsworth: /con los doce cené / yo fui su cena/ hasta los gongorismos culteranos, intercalados, a fin de probarnos que él también era capaz de jugar a ser Góngora, deslizándose de vez en cuando por la impronta renacentista de Petrarca y de Garcilaso / humildes soledad verde y sonora / o deteniéndose en las brevedades latinas o en las burlas plenas de fuegos de artificios o en las lóbregas pompas que preludian el caos.

En múltiples ocasiones encuentra el origen de sus creaciones entre los clásicos; su memorable último verso de su archiconocido soneto /polvo serán mas polvo enamorado/ fue tomado dir (1).Sus mejores piezas no son ni oscuras ni enigmáticas; son, sí, objetos verbales, puros e independientes, tal el filo a una daga. El lenguaje es para él un instrumento lógico, no artístico ni científico. Las eternidades poéticas lo molestaban, no tanto por ser fáciles como por ser falsas, pues veía en la metáfora no sólo la relación inmediata de dos imágenes sino también la metódica asimilación de dos cosas.
Hombre apasionado, carnal y vehemente, luchó por alcanzar la cima del ascetismo estoico y en esa pugna por la gran batalla emerge en ciertas piezas magistrales una velada melancolía, un coraje secreto y hasta el desengaño de las caricias del sexo débil.
Tres siglos nos divorcian de su muerte corpórea; tres siglos nos desunen del primer poeta hispánico de valía pues, al igual que el Dante, Goethe o Shakespeare, Francisco de Quevedo es -antes que un hombre- un ser intelectual de compleja y dilatada literatura.
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SOBRE LOS CLÁSICOS

Pocas ciencias existen más interesantes que la etimología, aunque poco sirve el origen primitivo de estos conceptos a causa de sus modificaciones. Inútil es conocer que "clásico" deriva  del latín, tomado luego en sentido del orden.
Un libro clásico son esos países  que decidieron leerlos como si en sus páginas todo fuera premeditado  y apto para interpretaciones infinitas.
Para Alemania y Austria, el Fausto de Goethe es una genial obra maestra; para otros, podría ser una forma total de aburrimiento, como el Paraíso de Milton o la  obra de Rabelais.
Las obras de Job, de Dante (su Comedia) o de Shakespeare (Macbeth) o ciertas sagas del Norte, que pueden ciertamente gozar de una inmortalidad, si bien no conocemos su futuro.
 La belleza es privilegio de algunos escasos escritores, aunque podía estar al acecho entre páginas mediocres o en un simple diálogo en la calle.
La gloria de un poeta se subordina a la excitación o a la indolencia de generaciones de individuos anónimos, que lo examinan  en sus  bibliotecas.
Las emociones en literatura pueden ser eternas, variando en forma leve a fin de que no claudique su virtud. Pueden tal vez desgastarse, mientras las recorre el ávido lector: es el peligro de poder afirmar con plena convicción de que existen obras clásicas eternas.
Cada cual descree de su arte y de sus juegos de artificios. Clásico no siempre es un libro que posee ciertos méritos; es solamente un libro que las generaciones humanas -por diferentes causas- lee o al menos intenta leer con un fervor a priori y con una enigmática fidelidad.
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 La Flor de Coleridge            

 En 1938, Paul Valéry admitió que “la historia de la literatura debería ser la historia delespíritu: podría llevarse a término “sin mencionar un solo escritor”.    Veinte años antes Shelley dictamina que” todos los poemas del pasado, presente y futuro son fragmentos de un solo poema infinito”. Aquí nos ocuparemos de una idea a través de tres escritores.

Coleridge dice literalmente: ”si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran  una flor, como prueba de haber estado allí y,  al despertar, econcontrara esa flor en su mano: ¿qué sucedería?”

El segundo texto pertenece a un novela del S XIX, reescrita años después. Su protagonista viaja físicamente al futuro. Regresa rendido con polvo y maltratado. Retorna desde una apartada humanidad  dividida en variedades que se abominan, habitando palacios y desvastados jardines; está encanecido y trae del futuro una flor marchita, -más increíble que la flor del cielo de Coleridge-.

La tercera versión pertenece a a Henry James en una novela  fantástica inconclusa. Esta vez el protagonista viaja al futuro en un inimaginable vehículo que avanza  y retroceda en el tiempo.

Regresa al S XVIII y ya no retorna con una flor divina ni con una flor futura sino viéndose retratado en dicho siglo; fascinado con el experimento se traslada a la fecha de ejecución y se encuentra con el pintor, en el momento que pinta la tela con cierto temor y aversión, pues intuye una anomalía en esos rasgos del porvenir: sería el famoso “regreso al infinito:” El motivo del viaje  sería solo una de las consecuencias del trayecto.

Wells ciertamente conocía el texto de Coleridge y James admiraba el texto de Wells.

Si todos los autores somos un mismo autor, la literatura es y seguirá siendo lo esencial. La originalidad  entonces no tendría cabida.


Bibliografía: Borges, Jorge Luis. "Otras Inquisiciones" Edit. Emecé 1974
(adaptación de Cristina Bosch)