En Genio y Figura de Jorge Luís Borges, Alicia Jurado sostiene que INQUISICIONES es un libro de ensayos breves; Borges los denomina “mi prosa desganada de enviones cortos” y afirma que “fue una ejecución de mis 25 años, una haraganería aplicada a las letras. Yo no sé si hay literatura, pero sé que el barajar esa disciplina posible fue una urgencia de mi ser “.
Alicia Jurado afirma que los temas de estos primeros ensayos son casi sin excepción literarios; nos habla de Quevedo, Valery, Wilde, el Quijote, Pascal y otros; están escritos con originalidad, entusiasmo y no “poca pedantería”, aunque a los veinticinco años, el entusiasmo y la pedantería son atributos normales. (Páginas 44-45).
Este estilo, sin embargo, no germinó de improviso; fue limando asperezas, eliminando rasgos tal vez agresivos y aún barrocos. En INQUISICIONES encontramos un idioma de prosa saturado de una erudición a flor de piel con amalgamientos que, sin ser absolutamente incomprensibles, detienen al lector e interceptan el curso natural de las secuencias. Su erudición de joven literario enloquece hasta al lector culto e inteligente. Admitió lo siguiente: "Yo mismo me disfracé de gran escritor clásico español latinizante del S XVII y esta impostura fracasó”.
Mucha gente conoce a Borges; lo detiene, lo saluda, aunque jamás hayan leído una línea suya. Con él -admite Anderson Imbert- ocurre un fenómeno extraño; un hombre en cuyas manos la literatura es un juego que le permitió transitar los más encontrados caminos filosóficos, las más disparatadas teorías e hipótesis a través de páginas perfectas, dándole a su obra la relativa importancia que un relojero puede sentir hacia un cronómetro que armó y que funciona bien. (Ídem, p.32).
Sin tener nada de fácil ni su prosa ni su poesía, siendo sus libros comprados por muchos, aunque leídos por pocos y comprendidos por menos, logró en su país y en el extranjero trascender los límites de la literatura, a fin de transformarse en un mito. Una serie de acontecimientos alimentan ese mito; su ceguera, la edad, su soledad, su rígida figura estática, su digna posición de semi-héroe o de adusto prócer, sus opiniones rígidas e intransigentes. Pero -insisto- pocos lo leen y menos aun lo comprenden.
A él, pues, dedico estos ecos de su obra, que le pertenecen por completo, ya que si Borges no los hubiera escrito, esta otra obra no habría visto la luz.
Mientras algunos afirman que “los pensamientos de Pascal sirven para pensar, Borges sostiene que todo existe en el universo como estímulo del pensamiento, pero que jamás vio en esos memorables incentivos una contribución a los problemas reales.
Su definición sobre la naturaleza es la misma que la atribuida a Platón y en el Renacimiento, a Rabelais: ”el espacio es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”
Fue uno de los hombres más patéticos de la historia; esta afirmación nos los confirma: “moriremos solos”. No pudiendo alcanzar jamás la altura de los místicos, suponía en el cielo era un premio a nuestros esfuerzos y el infierno, en oposición, el castigo. No le interesaba tanto Dios como la impugnación de quienes osaban negarlo. Tal vez solamente se ocupó del incrédulo, como de esa oveja negra y descarriada que cita el Evangelio y que se le atribuye a una de las parábolas de Cristo: "Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.”
El Quijote contrapone a su universo prosaico al cosmos poético e ideal su universo prosaico; toma lo real y lo poético como opuestos, insinuando lo sobrenatural en forma sutil, oponiéndose con sus “polvoriento caminos y sus sórdidos mesones castellanos”. Crea la poesía española de fines del Siglo de Oro, sin percibir aquel siglo ni aquella España como divinamente poéticos.
Cervantes ama lo sobrenatural; este amor se nutre de las novelas eglógicas y de las de Caballería, que pululaban sin agotarse todavía; se mueve entre adustos caballeros y románticos cautiverios, ya que -en suma- el Quijote no es un contraataque pastoril sino un oculto y secreto adiós melancólico a esas novelas tan celebradas.
La obra posee un plan ideal, lo cual tiende a confundir lo objetivo de los subjetivo. Es un juego de extrañas ambigüedades, donde los mismos personajes inventados son a la vez lectores de sí mismos. Sin embargo, no preocupa que el Quijote sea lector de la novela cervantina, ya que si él puede ser espectador, nosotros a su vez bien podemos ser en un todo meramente ficticios. Borges admite que la historia universal “es un infinito libro sagrado donde todos los hombres escriben y leen y tratan de entender y en el que también escriben”.
Si Hegel resucitara y nos diría que "el Estado es la realidad de la idea moral" nos parecería una broma siniestra: para los argentinos, la amistad es una pasión y la policía, una mafia canallesca.
Me interrogo sobre la abstracta posibilidad de un partido que poseyera una cierta similitud con nuestros ciudadanos, partido que pudiera ofrecernos una mínima mesura de gobierno.
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Parménide
Los presocráticos nos hablan de una esfera sin fin; la imagen reaparece en el célebre y simbólico "Romain de
espíritu: podría llevarse a término “sin mencionar un solo escritor”.
Veinte años antes Shelley dictaminó que ”todos los poemas del pasado, presente y futuro son fragmentos de un solo poema infinito”. Aquí nos ocuparemos de una idea a través de tres escritores.
Coleridge dice literalmente: ”si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor, como prueba de haber estado allí y, al despertar, encontrara esa flor en su mano: ¿Qué sucedería?”
El segundo texto pertenece a un novela del S XIX, reescrita años después. Su protagonista viaja al futuro. Regresa rendido con polvo y maltratado. Retorna desde una humanidad dividida en variedades que se abominan, habitando palacios y devastados jardines; está encanecido y trae del futuro una flor marchita, -más increíble que la flor del cielo de Coleridge-.
La tercera versión pertenece a a Henry James en una novela fantástica inconclusa. Esta vez el protagonista viaja al futuro en un inimaginable vehículo que avanza y retroceda en el tiempo.
Regresa al S XVIII y ya no retorna con una flor divina ni con una flor futura sino viéndose retratado en dicho siglo; fascinado con el experimento se traslada a la fecha de ejecución y se encuentra con el pintor, en el momento que pinta la tela con cierta aversión, pues intuye una anomalía en esos rasgos del porvenir: sería el famoso “regreso al infinito:” El motivo del viaje sería solo una de las consecuencias del trayecto.
Wells ciertamente conocía el texto de Coleridge y James admiraba el texto de Wells.
Si todos los autores somos un mismo autor, la literatura es y seguirá siendo lo esencial.
La originalidad entonces no tendría cabida.
Oscar Wilde fue un dandi poeta, un caballero con metáforas. Su obra evoca la noción del arte como un juego selecto y secreto.
Fue acusado de ejercer una suerte de arte combinatoria; quizá la ejerció en algunas de sus bromas, cuando afirma “unos de esos rostros británicos que, vistos una vez, siempre se olvidan” o cuando afirma que “que todos los hombres matan la cosa que aman” o “ que arrepentirse de un acto es modificar el pasado”, o “no hay hombre que no sea, en cada momento, lo que ha sido y lo que será”. Fue un auténtico hombre del S XIX con un dejo Simbolista: hábil y diestro, un clásico en suma.
Le cedió a su siglo lo que el siglo le exigía; comedias melodramáticas junto a sus arabescos verbales y todo elaborado con una negligente despreocupación -tal como Mozart o
Paradójicamente su nombre está relacionado con el puritanismo, mientras su gloria se vincula a su condena y prisión.
No obstante, Quevedo no fue inferior a otros autores, aunque no poseyó un símbolo que lo representara: Homero tuvo el "areté" de Príamo, besándole las manos a Aquiles, el asesino de su hijo Héctor; Sófocles, el más patético descifrador de enigmas, en la figura de Edipo hubo de adivinar el horror de su propio origen; Cervantes, el hidalgo don Quijote y el terrestre Sancho Panza; Dante, sus nueve círculos, las Rosa de los Justos y el Empíreo, y Kafka, el magisterio de sus laberintos. No existe un escritor de fama universal sin un símbolo objetivo y eterno.
Quevedo es y fue un auténtico literato; nadie, con vocación literaria se permitirá el lujo de no admirarlo y, sin embargo, no fue ni un político ni un filósofo ni tan siquiera un teólogo.
Para él, la transmigración de las almas era una “simple bobería” y a los gnósticos los apodaba sin respeto alguno “inventores de disparates”. A Dios, el Rey de los judíos, y a su gobierno lo tildaba de “un sistema completo acertado y conveniente,” y a sus parábolas las veía como símbolos secretos, que un político debía resolver. He aquí dos claros ejemplos: a) en la parábola de “La samaritana” descifra que los tributos reales deberían ser más leves y b) en la de los “Panes y los peces, que el rey debería percibir las necesidades de los afligidos. Nos asombra su método y la trivialidad de sus propias conclusiones, pero se salva bajo la dignidad de su lenguaje y de su talento.
Ha frecuentado varios estilos y todos con la facilidad del que nada le cuesta; el estilo aparentemente coloquial en EL BUSCÓN; un estilo desenfrenado que jamás peca de ilógico le sigue en
En el gran ámbito de su lírica abarca desde los sonetos reflexivos, en los cuales se aproxima un tanto a Wordsworth: /con los doce cené / yo fui su cena/ hasta los gongorismos culteranos, intercalados, a fin de probarnos que él también era capaz de jugar a ser Góngora, deslizándose de vez en cuando por la impronta renacentista de Petrarca y de Garcilaso / humildes soledad verde y sonora / o deteniéndose en las brevedades latinas o en las burlas plenas de fuegos de artificios o en las lóbregas pompas que preludian el caos.
En múltiples ocasiones encuentra el origen de sus creaciones entre los clásicos; su memorable último verso de su archiconocido soneto /polvo serán mas polvo enamorado/ fue tomado dir (1).Sus mejores piezas no son ni oscuras ni enigmáticas; son, sí, objetos verbales, puros e independientes, tal el filo a una daga. El lenguaje es para él un instrumento lógico, no artístico ni científico. Las eternidades poéticas lo molestaban, no tanto por ser fáciles como por ser falsas, pues veía en la metáfora no sólo la relación inmediata de dos imágenes sino también la metódica asimilación de dos cosas.
Hombre apasionado, carnal y vehemente, luchó por alcanzar la cima del ascetismo estoico y en esa pugna por la gran batalla emerge en ciertas piezas magistrales una velada melancolía, un coraje secreto y hasta el desengaño de las caricias del sexo débil.
Tres siglos nos divorcian de su muerte corpórea; tres siglos nos desunen del primer poeta hispánico de valía pues, al igual que el Dante, Goethe o Shakespeare, Francisco de Quevedo es -antes que un hombre- un ser intelectual de compleja y dilatada literatura.
Para Alemania y Austria, el Fausto de Goethe es una genial obra maestra; para otros, podría ser una forma total de aburrimiento, como el Paraíso de Milton o la obra de Rabelais.
Las obras de Job, de Dante (su Comedia) o de Shakespeare (Macbeth) o ciertas sagas del Norte, que pueden ciertamente gozar de una inmortalidad, si bien no conocemos su futuro.
La belleza es privilegio de algunos escasos escritores, aunque podía estar al acecho entre páginas mediocres o en un simple diálogo en la calle.
La gloria de un poeta se subordina a la excitación o a la indolencia de generaciones de individuos anónimos, que lo examinan en sus bibliotecas.
Las emociones en literatura pueden ser eternas, variando en forma leve a fin de que no claudique su virtud. Pueden tal vez desgastarse, mientras las recorre el ávido lector: es el peligro de poder afirmar con plena convicción de que existen obras clásicas eternas.
Cada cual descree de su arte y de sus juegos de artificios. Clásico no siempre es un libro que posee ciertos méritos; es solamente un libro que las generaciones humanas -por diferentes causas- lee o al menos intenta leer con un fervor a priori y con una enigmática fidelidad.
La Flor de Coleridge
En 1938, Paul Valéry admitió que “la historia de la literatura debería ser la historia delespíritu: podría llevarse a término “sin mencionar un solo escritor”. Veinte años antes Shelley dictamina que” todos los poemas del pasado, presente y futuro son fragmentos de un solo poema infinito”. Aquí nos ocuparemos de una idea a través de tres escritores.
Coleridge dice literalmente: ”si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor, como prueba de haber estado allí y, al despertar, econcontrara esa flor en su mano: ¿qué sucedería?”
El segundo texto pertenece a un novela del S XIX,
reescrita años después. Su protagonista viaja físicamente al futuro. Regresa
rendido con polvo y maltratado. Retorna desde una apartada humanidad dividida en variedades que se abominan,
habitando palacios y desvastados jardines; está encanecido y trae del futuro
una flor marchita, -más increíble que la flor del cielo de Coleridge-.
La tercera versión pertenece a a Henry James en una
novela fantástica inconclusa. Esta vez
el protagonista viaja al futuro en un inimaginable vehículo que avanza y retroceda en el tiempo.
Regresa al S XVIII y ya no retorna con una flor divina ni
con una flor futura sino viéndose retratado en dicho siglo; fascinado con el
experimento se traslada a la fecha de ejecución y se encuentra con el pintor,
en el momento que pinta la tela con cierto temor y aversión, pues intuye una
anomalía en esos rasgos del porvenir: sería el famoso “regreso al infinito:”
El motivo del viaje sería solo una de
las consecuencias del trayecto.
Wells ciertamente conocía el texto de Coleridge y James
admiraba el texto de Wells.
Si todos los autores somos un mismo autor, la literatura es y seguirá siendo lo esencial. La originalidad entonces no tendría cabida.