viernes, 1 de noviembre de 2013

REMBRANDT

REMBRANDT

Muere a los 63 años  -siglo S XVII-  tres años antes de pintar este cuadro.La tormentosa vida del holandés y su trayectoria final lo inspiró para pintarlo. Muchas muertes, demasiadas, empañan  su vida: tres hijos,  su adorada  mujer Saskia, más dos hijas; dos  amantes con las cuales  convivió durante años  y  su amado hijo Titus, que vivió hasta los 26 años, y murió al poco tiempo  de haberse casado. Sólo su  última hija, Cordelia,  su nuera y su nieta lo sobrevivieron.Del éxito al fracaso y desengaños, de ser popular  a buscar  la soledad,  su vida dio un vuelco  de 180 grados. Su popularidad se evaporó; en siete años la justicia lo declaró insolvente: cedió propiedades a favor de los acreedores y  vendió el resto de sus pocas pertenencias.Ni en sus años de pintor fue romántica su vida. Debió subordinarse a las exigencias y a los retos de los patrocinadores, ocupándose de los temas que le encomendaban, por necesidad de dinero. Pagó un enorme precio a cambio de ser célebre.  Su popularidad se evaporó; pese a que muchos coleccionistas y críticos lo siguieron considerando uno de los más grandes pintores de su tiempo.Ciertos biógrafos lo presentan como un egocéntrico, siempre buscando  beneficio y  halagos. Su trato era difícil: su vida también lo fue.  Si uno se detiene en los autorretratos, su pintura bien puede dividirse en  dos etapas; los de su época gloriosa, donde se pinta sensual,  altanero,   con cadenas de oro,  cuello almidonado y casco de bronce. En otros, en cambio lleva sombrero de paño,  turbante o boina, de acuerdo a la ocasión. Ganó  importantes sumas de  dinero y las gastó en adquirir  objetos caros: brocatos, puntillas,  joyas, muebles antiguos, ropa lujosa, adornos   que  luego trasladaba a la pintura.Al envejecer se inclinó hacia el tenebrismo, donde su talento es único, buscando quizá una belleza digna en el drama interno, sin la fausto de los adornos de los primeros años ni los cabellos  tupidos del reluciente  joven soberbio, cuando se pintó con su mujer Saskia, a los treinta años, representando a un  hombre  alegre, como si fuera Baco, ebrio, libidinoso, los labios semiabiertos,  la cabellera llena de rizos, mirando al  espectador  desdeñosamente, mientras con la mano izquierda roza la espalda de su mujer.Sería más fácil aceptar al lujurioso  pintor, en vez del personaje  malgastando su dinero en pleitos, a causa de esos interminables juicios que acapararon su atención.A los cincuenta años alcanza la paz espiritual;  notamos,  por los temas  más intimistas que pinta, que nada lo logró amargar: se tornó,  en cambio, más espiritual. En 1663 muere su última  gran compañera  y cinco años después su querido hijo Titus muy joven recién casado. Fue un golpe macabro: lo idolatraba. Los temas de su pintura fueron menos lujuriosos y se volvieron más intimistas, dibujando ancianos, absorbido por su belleza interior.   Frente a la luz del cuadro,  que analizaremos en un instante, se oculta el alma humanizada del pintor. Ya no le seduce ni la riqueza ni la fama. Su popularidad se evaporó, pese a que muchos coleccionistas y críticos de su tiempo  lo siguieron considerando uno de los más grandes pintores de la época. El Cuadro: el Regreso del hijo pródigo. El cuadro  nos deja en éxtasis. Fue adquirido por Catalina La Grande,  tres años antes de su muerte y expuesto en el Museo Hermitage, en San Petersburgo; su tamaño es mayor que el natural: dos metros de alto por casi dos metros  de ancho.

El cuadro se expone en una pared que recibe luz natural. Al  mediodía,  las dos figuras del fondo  se   perciben borrosas -salvo el sombrero negro, con el ribete dorado, y la muñeca del único hombre  sentado-.
En cambio, las dos figuras protagonistas  -padre e  hijo culposo- frente al cálido púrpura del manto paternal  y el ámbar dorado de la túnica del hijo rebelde, cobran una intensidad diferente, predominando los ocres, el granate y los  castaños. La riqueza se refleja  en la columna  y en las ropas;  el arrepentido no posee manto y sus pies muestran unas sandalias gastadas. En la Parábola del Evangelio, el progenitor  ordena a uno de sus criados que traiga una túnica y sandalias nuevas, pues desea ver a su hijo con ropas de lujo. Da orden de matar el ternero cebado, reservado para un evento importante.La alegría del regreso de su hijo esconde la tristeza de su partida: el encuentro deja atrás el pasado. El hijo menor La belleza del cuadro se encuentra  en la compasión que reflejan las manos. La ropa del anciano esconde su cuerpo,  desmejorado y cansino. La pintura  ocre en el hijo arrodillado, con matices más oscuros, están en armonía con el manto carmesí del padre.
El hijo, sucio y andrajoso,  señala su miseria. Conserva una cicatriz en el pie izquierdo, mientras el  derecho yace descalzo, con la sandalia a un lado. Nos asombra que conserve su espada,  única señal de abolengo: indica que aún es  hijo de su padre.Cuando no tuvo más dinero para malgastar, lo ignoraron; no tenían nada en común; ningún vínculo los unía. Sintiéndose  un extraño, humillado, alimentado peor que los cerdos, decide regresar a la casa paterna, pues su padre  trata mejor a  sus esclavos. El hijo mayor Sobresalen las manos paternales, envueltas en luz.
Tres testigos  observan la escena -una mujer y un hombre sentado-,con  cierta tensión en el rostro. De pie, a la derecha,  el hijo mayor, la mirada  impávida y distante, mirando con ojos críticos la reconciliación entre padre e hijo.  Su autoestima se siente lastimada por el gozo paterno.  Solo y excluido, siente injusta  esta demostración  de afecto paternal.En la parábola,  el hijo mayor no se encuentra  en el momento del reencuentro del padre con su hermano.  Regresa,  cuando la fiesta está en pleno apogeo.
 Nadie salió a buscarlo y contarle la buena nueva. Comenzaron el festejo, sin esperarlo. Está emocionalmente agredido; fue siempre un hijo obediente, trabajador y su padre y jamás le otorgó ni un mero cabrito para él y sus amigos. Tampoco forma parte del abrazo entre ambos: de pie, mira la escena, sin conmoverse.A este hijo  obediente y dócil, Rembrandt le deja la opción de alegrarse o no. El  conflicto interno  está  reflejado en la mirada, sin atisbo de sonrisa alguna.Asimismo, uno puede elegir entre ambas opciones: quien lo pinta nos deja en libertad. Uno se involucra, se pregunta; no existe explicación en el título ni en la pintura. Será un enigma para siempre la conducta del hermano mayor, testigo principal  en el lienzo magnífico de El regreso del hijo pródigo.Hay resentimiento y rechazo frente a la conducta paterna, aunque  nadie, en la parábola o en la pintura, lo fuerce a participar: será su decisión y -para nosotros- una incógnita.

Bibliografía: Nouwen, Henri J. EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO, Meditación sobre un cuadro de Rembrandt (adaptación de Cristina Bosch)